En Diario de una princesa montonera, Mariana Eva Perez apela a una escritura ensayada desde la espontaneidad de un blog para escudriñar su propia historia y la de sus padres desaparecidos durante la dictadura cívico militar, en un ejercicio con el que intenta tender sus propios puentes con la memoria.

«El blog comenzó a fines de 2009 y estuvo activo todo el 2010 como un diario. Cuando decidí convertirlo en un libro fue difícil no traicionar ese lenguaje que había aparecido, esa manera de hablar del «temita», los «hijis», la «militonta»…», desliza en una entrevista telefónica con Télam desde Berlín, donde cursa un doctorado sobre dramaturgia de la post-dictadura en la Universidad de Constanza.

«Creo que tenía el prejuicio de la importancia de un libro y aparecía de contrabando otra escritura… más institucional ‒contrapone‒. Y tuve que dejar hablar a la princesa montonera como había aparecido en el blog, ser fiel a ese discurso aunque hubo mucho trabajo de reescritura y de escritura nueva porque el libro ‒editado por Capital Intelectual‒ no es un blog».

Nacida en 1977, a Mariana la secuestraron junto a Paty (Patricia Julia Roisinblir), su madre embarazada, el 6 de octubre de 1978. Tenía quince meses. Horas más tarde la dejaron con la familia paterna. El mismo día secuestraron en su juguetería en Martínez a su papá (José Manuel Perez Rojo).

Mariana Eva Perez es licenciada en Ciencia Política y se formó como dramaturga en el taller de Patricia Zangaro. Sus primeras obras de teatro formaron parte de Teatroxlaidentidad.

Fueron publicadas en diferentes antologías y montadas en Argentina, España, Bélgica, Francia, Bolivia y Escocia. Su pieza Peaje ganó el VI Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia (2009).

–¿La escritura de este libro surge como necesidad de desacralizar una historia, de resignificar la memoria desde generaciones posteriores a la dictadura militar?

–Sí, claramente es así. Yo no pensé en el sentido de desacralizarlo como una operación consciente pero un poco es el resultado. Necesitaba ponerle palabras propias a una experiencia que durante muchos años estuvo contenida dentro de un discurso muy fuerte y estructurado. Y que no me permitía pensar otras cosas que me estaban pasando y escapaban un poco de ese discurso.

Tenía que ver con crear un lenguaje propio y un lenguaje con otros que no son de ese mundo –que ahí aparece llamado el guetto (el mundo de los derechos humanos)– sino que el libro tiene una impronta generacional muy fuerte: la manera de hablar, las palabras, como que el interlocutor es alguien de mi edad, de ahí la necesidad de dialogar con ellos, aunque es accesible a todos.

–¿Tuviste miedo de que la voz de la militancia tapara esa voz propia?

–Yo estaba acostumbrada a escribir sobre este tema dentro de un registro académico –que aunque estructurado me permitía cierta libertad– o en un registro de difusión, sin firma, donde mi subjetividad tenía que quedar completamente camuflada. Fue todo un ejercicio recuperar esa escritura propia para hablar de este temita (risas).

–¿Es posible hacer un duelo con la ficción?

–Yo soy de la opinión de que mientras no tengamos los cuerpos de nuestros desaparecidos y no podamos ofrecerle a cada uno el ritual de duelo en que uno crea, invente o quiera hacer con ellos, no se puede. Ni siquiera estoy segura que en este momento podamos comenzar a cerrar el duelo. No sé. No son muertos cualquiera. Un poco como el fantasma del padre de Hamlet, vienen a pedir no venganza, pero sí justicia. Y es una voz muy fuerte.

Sí, reconozco que aunque tengo esta convicción, uno siempre está intentando tramitar ese duelo y mucho de la escritura de ese libro tiene que ver con eso.

Yo entendí cuando lo estaba terminando que se trataba -ni más ni menos- de cómo lidiar con la desaparición forzada de mis padres, de mi relación con ellos. Y había algo muy fuerte de acomodarlos entre comillas en un lugar donde acompañen pero dejen vivir. Y no es fácil. No se si el libro me va a acercar a ese duelo o no…

Sé que hubo al final esa idea de que había un trabajo de duelo, y un cierto miedo de «bueno termino el libro y los pierdo», algo así sin explicación daba vuelta. También por los sueños que aparecen en el libro. Antes sólo dos veces había soñado con mis padres y con la escritura se desató todo ese mundo y era una manera de tenerlos cerca. En mis sueños se hablaban, se movían, aunque lo que pasara fuera horrible.

–¿Cómo hacer para articular tu vida como militante de HIJOS con la experiencia de la escritura?

–Siento que es así: pude escribir algunos obras, sobre todo de teatro. Esta es mi primera de narrativa y alguna vez pude trabajar cosas que no tuvieran que ver con esta temática y estuvo bueno, aparecía el humor.

Y acá también fue bueno que apareciera, porque si no es muy difícil lidiar con estos temas. El humor negro especialmente –porque no puede ser de otro color– hay cosas que de forma directa no se pueden decir, son muy dolorosas.

Ahora estoy haciendo mi doctorado en Alemania y el hecho de escribir para mí es una necesidad, lo fue desde que era muy chica y sí, está muy ligado al tema de la desaparición de mi familia.

Tampoco quiero pensarme a mí misma condenada a escribir sobre este tema eternamente. Es una idea un poco agobiante.

–En tu libro también ponés fotos…

–Las fotos tienen que ver con la idea de intervenir de una manera creativa sobre el pasado, en este caso, con la colaboración de Natalia «Kit Sch» Perugini, una amiga del mundo de los blogs que tuviera un poco de libertad para proponerme cosas, cosas jugadas que están en el libro.

Con las fotos subrayo esta intervención, intervengo sobre el pasado dibujando mi propio trazo, el hecho de seguir jugando cuando uno está al límite entre lo testimonial y la ficción. En las fotos aparezco yo. La princesa soy yo, no lo soy… nunca vas a saber.

Fuente: Mora Cordeu/Télam

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