Cacerolazo en Rosario
Cacerolazo en Rosario
Foto: Notiexpress

Ocupar el espacio público es un gesto esencialmente político. Es una metáfora: significa ocuparse de los asuntos públicos, colectivos, dejando aparte, por un momento, lo individual. Acaso por este motivo, entre otros, las pequeñas porciones de clase media maso-cacerólicas fracasan una y otra vez, porque rechazan la política. Algo similar ocurre con las elites agro-evasoras y cleptócratas que estos sectores medios amamantan. La farsa se repite como fea farsa, o como esperpento.

Sacher Masoch se pasea bailoteando por las calles de barrio Martin los jueves por la noche. Lo excita el leve concierto metálico de las cacerolas, el plin plin que exudan los balcones, la luz azul de esos raros aparatos que él, nacido en 1836, admira sin comprender. No es el único fantasma que participa de las tan desoladas carnestolendas: Julio Argentino Roca, Domingo Faustino Sarmiento y otros espectros sangrientos también ensayan pasos de minué, gato y pericón. Ramón María del Valle Inclán, que en 1920 creó el esperpento para denunciar la decadencia de ciertos sectores de la burguesía, tampoco quiere quedarse afuera de la triste, solitaria y final fiestonga, heredera del nonsense y el teatro del absurdo de Beckett y Ionesco.

No es fácil señalar por qué esos mínimos gestos de tan mínimo rejunte de individuos, que no forman un grupo, producen tanta indignación y tanta tristeza en otros representantes de esa misma clase social, vecinos del mismo barrio. “Pelotudos”, gritó indignado un joven, asomado a la ventana de un suntuoso edificio, muy antiguo y señorial, a pocos metros del Monumento a la Bandera. Le hablaba al plin plin que emitían los balcones de edificios cercanos.

Otro joven, que hacía sonar su cacerola en la esquina de Córdoba y Maipú, frente a la sede del Jockey Club de Rosario, ofreció una singular teoría sobre las últimas elecciones presidenciales y la influencia de ciertos pueblos originarios del territorio estadounidense, más precisamente los que pertenecen a la zona que comprende el este de Nuevo México, sudeste de Colorado y Kansas, todo Oklahoma y parte del nordeste y sudeste de Texas. “Ganó con el 54 por ciento por el comanchaje”, aseguró.

Una señora, en esa misma esquina, y generando un contrapunto con el plin plin, ofreció su propia teoría sobre la Asignación Universal por Hijo y los votos. No resultaba fácil entender su planteo, tal vez por el plin plin, o porque, pese a que parecía querer dialogar con el teorizador del comanchaje, en realidad no respetaba los turnos de habla, y entonces todo se mezclaba. Los caceroleros no dialogaban, superponían sus palabras y sus plin. Puede suponerse que algo muy contundente dijo la mujer. Su declaración permitió, al menos, descubrir que Sacher Masoch no era el único austríaco presente. Otro, de bigotito, huyó sonrojado ante las explicaciones de la mujer y el joven: “¡Zuviel!”, gritó antes de perderse en el vacío.

Tarea de filólogos o psicólogos sociales armados de una paciencia Zen, las emanaciones discursivas que se escuchan durante las manifestaciones cacerolísticas constituyen un arcano sin Piedra de Rosetta a la vista.

Un discurso autocontradictorio y sin contexto apenas alcanza la categoría de tal. No tiene sentido. No hace sentido, no construye. Acaso uno de los motivos de este nonsense tenga que ver con que no es, en realidad, un discurso propio, sino que son fragmentos desordenados del discurso de otros, mal aprendido y peor expresado.

No es sólo el plin plin. Las explicaciones son inaudibles por otros motivos que apenas pueden sospecharse. Algo los atraganta. Las palabras circulan enclenques, atoradas por sentimientos inconfesables, resentimientos, envidias, violencias. Todo este magma semioculto, mal disimulado, asoma entre pliegues y pliegues de lugares comunes.

Al no identificarse con el aristotélico zoon politikon, los individualistas masoquistas se asumen y aceptan como mercancía, se cosifican. Se quedan sin discurso.

“Dólares para todos”, podría ser un tímido intento, provisional, de una interpretación que otorgue una pizca de lógica interna a la confusión que expresa la razón cacerolística. Nada de fútbol, ni carne, ni milanesas para todos, dólares para todos. Salen a balbucear y a plin para pedir por una moneda extranjera. Pero no, el intento de explicación del discurso cacerolístico fracasa a poco de andar: el “para todos” es lo inaceptable para los caceroleros.

Sin la nobleza de los perritos huele-dólares de la Afip, encamiman sus hocicos hacia Estados Unidos. Y hacia el cielo: primero escupen, y luego esperan el vil chubasco, solos, siempre solos, incluso junto a otros. Fracasan una y otro vez en el espacio público, porque rechazan lo público. Odian el ágora, la plaza, las calles donde se hace la política. Alimentan y admiran a quienes prohíben la política o la vacían de contenido. Amamantan a aquellos que alguna vez fueron capaces de bombardear plazas.

Balbucean sobre comanches, incomprensibles, tristes, atragantados y solos, en medio de calles vacías, nimbados por una luz azul.

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2 Lectores

  1. Miguel Lagarch

    11/06/2012 en 1:50

    Me gusto mucho la editorial, una ajustada descripcion de los hechos y ademas una sutil e inteligente manera de no putearlos y ponernos a su altura. Ante un insulto un concepto, ante una agresion una propuesta mejor, ser tolerantes pero siempre … anteponer el compromiso.

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  2. sauria

    12/06/2012 en 12:38

    Hola! está buenísima la crónica, aunque me quedo afuera de muchas referencias en tu texto, en especial las citas históricas.

    Queria sumar lo siguiente: viste como algunos hablan de la «sensación de inseguridad»? Me parece que en tu relato puedo ver la «sensación de bronca», también generada por el taladro mental de los medios. Esa sensación de bronca hace que la gente salga a la calle, furiosa, pero sin poder explicar por qué, sin saber a ciencia cierta por qué está tan enojada…. (no sé si todos tienen motivos «inconfesables», algunos me parece que sólo se enojan y se dejan enojar)

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