Tapa de la edición 120 del periódico El Eslabón, de octubre de 2012.

Si bien está claro que le pelea central en esta lucha es contra el principal oligopolio mediático del país, y que es el propio Estado nacional el único capaz de juntar la fuerza necesaria para doblegar a ese inmenso poder, no son sólo esos los actores que están llamados a ser parte de la disputa por la construcción de una comunicación popular y democrática, que realmente multiplique las voces, que considere a la información como un derecho humano y no como una mera mercancía, que no utilice a los medios como un instrumento de extorsión para conseguir otros negocios –favores políticos u otros beneficios particulares–, sino como una herramienta para multiplicar las voces, difundir información sensible para las mayorías, amplificar discursos, reflejar la diversidad de nuestra identidad cultural, publicar opiniones, investigaciones, ideas, denuncias y miradas.

Palabras más, palabras menos, esto se punteaba como conclusiones al cierre del artículo A desmonopolizar, de la edición 120 del periódico El Eslabón –que editamos con la cooperativa de prensa La Masa–, publicado hace exactamente un año. En el que además se afirmaba lo que sigue –que ante los comentarios lamentables de algunos comunicadores y periodistas autodefinidos como “independientes”, no ha perdido vigencia–.

Hay un rol ineludible que debe asumir el colectivo social y sus organizaciones. Existe cierta comodidad que se manifiesta en algunos críticos que se quejan de las demoras en la plena aplicación de la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), que desde lo ideológico comparten su corpus conceptual pero que necesitan desmarcarse del gobierno y esperan, cruzados de brazos, que el Estado resuelva todo, mientras observan desde el balcón esperando confirmar sus profecías autocumplidas, esas que concluyen con la afirmación siguiente: “vieron que al final estos no quieren cambiar nada”.

Además están aquellos que también aportaron en la etapa previa a la sanción de la Ley, que esperaron con expectativa la conformación de un escenario favorable, y que ahora, que hay que hacer efectiva la nueva realidad, es decir construir los nuevos medios, se echan atrás porque no quieren arriesgar (dinero). ¡Vamos muchachos, ahora es el momento!

Pero también tenemos a los que a pesar de la idas y vueltas con los pliegos para las nuevas licencias, se mandaron; a los que hacen oídos sordos a la crítica anticipada de que “no se puede arrancar hasta tener todo cerrado y seguro”, y se lanzan a la aventura de crear la otra comunicación, ya sea radial, televisiva, y por qué no también –aunque nos salgamos del terreno de la Ley–, digital o gráfica. Esos que lo vienen practicando desde hace años desde la semi clandestinidad y que aprendieron que el futuro será de todos por prepotencia de trabajo.

Tenemos que convencernos de que habrá otra comunicación por prepotencia de trabajo. La afirmación es un parafraseo de la idea fuerza que ensayaba desde el prólogo de su tercera novela, Los Lanzallamas, el popular escritor Roberto Arlt.

“Se dice de mí que escribo mal. Es posible”, comenzaba el autor de Juguete Rabioso, y luego agregaba: “Pero el futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura no conversando continuamente de literatura sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula”.

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