Ilustración: El Tomi/Télam.
Ilustración: El Tomi/Télam.

(Desde Cancha Rayada) Yo no sé, no. A poco de largarse solo, Pedro volcaba el triciclo de forma que una de sus ruedas se convertía en el volante del colectivo imaginario que jugaba a conducir. Pedro, cuando veía a su vecinita Cristina, la invitaba a subir prometiendo cobrarle la mitad del boleto. Diez años más tarde, cerca de las cinco de la tarde, Pedro tenía clavada la mirada en la cartulina todavía en blanco. Faltaba poco para una movida de afiches reclamando, entre otras cosas, el medio boleto estudiantil.

El viernes anterior, Pedro había visto por primera vez a Kempes con la celeste y blanca. Era un partido amistoso, pero vio cómo el cordobés la paraba de espalda al arco y, de media vuelta, bajándola como si la tuviera atada, la clavaba en el arco paraguayo. Pensó: “Tendría que haberme puesto a laburar de colectivero”, aunque también lo entusiasmaba la oportunidad que se perdió cuando estaba en el fulbito infantil y soñaba con dibujarla con una zurda potente como la que veía en pantalla, la del Mario.

Cristina, a esa altura del partido, ya estaba casada con uno de sus amigos, también de la infancia, y ahora tendría un montón de pibes, entre hijos y nietos.

Pedro eligió temprano la colaboración de sus mejores amigos que, aunque no eran militantes, eran de su máxima confianza. No podía esperar a los de la tarde del centro de estudiantes porque se había empiojado el asunto y la Carlota le sugirió que a la noche el asunto de los afiches se largara solo.

Un año más tarde pero lejos de la escuela –tan lejos como la Selección que, creo que con Kempes incluido, andaba de gira por Rusia– escuchó por radio lo que nunca quiso escuchar: la posible desaparición de casi todo un centro de estudiantes que en La Plata estaba luchando, entre otras cosas, por el medio boleto estudiantil.

Pedro, hasta el día de hoy, tiene la costumbre de bosquejar los afiches a lápiz.
Pedro, además, cuando pasa por un campito y ve algún picado, ve a los pibes que todavía tienen hambre de dibujarla. Y sabe que en el barrio habrá otras Cristinas para seguir soñando y que también hay un renacer de otros pibes de subirse a un colectivo para formar parte de un proyecto que haga posible, entre otras cosas, los sueños de los lápices.

Texto publicado en la edición 160 del semanario El Eslabón.

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