apex rave sindical
Foto: Bárbara Sandóz

Los primeros días de septiembre de 2006, “en una asamblea en Planeta X en calle Montevideo, Aníbal, que trabajaba en Apex, cayó con una compañera suya, Giorgina. Ella nos contó el mambo que se estaban comiendo con algunos de sus compañeros. Nos preguntó cómo podíamos ayudarla”, dice Mauri de Planeta X.

Lo cierto es que algo ya se cocinaba. Aníbal la había llevado hasta ahí con un protoplan en la cabeza que, ahora, recuerda: “Por ese entonces había llamado mi atención el movimiento social inglés Reclaim the Streets (RTS), el cual, a modo de protesta, montaba fiestas con sound systems en espacios públicos como autopistas, plazas, etc. Las manifestaciones sociales suelen responder a un verosímil y creo que la cotidianidad las ha vuelto en un punto inocuas; por eso en una pequeña reunión de delegados y trabajadores propuse hacer una rave frente a la empresa y la idea tuvo gran aceptación”. No era la primera vez que el activismo sindical rosarino reunía música, ocupación del espacio público y reivindicaciones. Pero eso de hacerlo bajo un ritmo en 4/4, marcado con omnipresentes bombos de TR 909, 808 y 606, sí que era nuevo. Delataba un rasgo no sólo generacional sino también sociocultural.

Carla no recuerda de quién fue la idea pero la afinidad con la estrategia de Aníbal es casi tectónica: “Queríamos hacer una protesta en la calle que desconcertara a todos, vecinos, compañeros y, sobre todo, a la patronal. Frente a una manifestación con banderas, partidos políticos y sindicato, los gerentes, directivos y supervisores de la empresa sabían qué hacer: llamar a un escribano que dejara constancia fehaciente de quiénes, cómo y cuándo estaban protestando. Cerraban las puertas para que nadie ingresara o saliera de la empresa, intentaban convencer a los empleados de los peligros de participar de la protesta, los amenazaban con sanciones, etc. Pero frente a una fiesta electrónica, ¿qué podían hacer?”.

Unos días después de la reunión, Aníbal y Ezequiel fueron a hablar con el kiosquero que tenía su comercio enfrente de Apex y que, recuerda Aníbal, “había sido echado de una empresa grande y su resentimiento contra ese tipo de estructuras lo movilizó a prestarnos luz desde su local”. Asegurada la cuestión eléctrica –alma mater de una fiesta electrónica–, los delegados consiguieron dinero para pagar el sonido y el aval del sindicato, que funcionaba más bien como un paraguas protector que como impulsor o animador del asunto.

Con esas piezas, se trazó el plan de maniobras: se cortaría la calle Mitre en su intersección con San Lorenzo. A la altura de la puerta de ingreso de Apex, pero en la vereda de enfrente y bajo un pórtico de columnas azulejadas (que no dejaban de darle al evento una inesperada estética de discoteca setentosa), se montaría el sonido. Emi, Eze, Javi y Mauri, integrantes del por entonces activo Colectivo de DJs de Planeta X, serían los encargados de poner música. Javi, además, proyectaría visuales contra la fachada del edificio de Apex. El flyer, una hermosa pieza derivada de una obra de un constructivista ruso y diseñado por Aníbal, decía: “Free Party Biosindical. Por la reincoporación de Giorgina Lo Giudici, aumento salarial y mejores condiciones de trabajo. Sound system: Colectivo de DJs de Planeta X. Viernes 22. Mitre y San Lorenzo 18hs”.

Luche y baile

Cerca de las tres de la tarde del 22 de septiembre, Ezequiel fue con Marcelo (“el del sonido”) a testear la zona y terminar de ajustar detalles. Algo preocupados, miraron el cielo: gris, pesado, la lluvia era una catastrófica posibilidad. Un par de horas más tarde volvieron. La ciudad seguía seca. En un movimiento veloz que Ezequiel no pudo dejar de pensar como un operativo comando, bajaron cajas, consola y cables de la traffic. Enseguida se sumaron el resto de los organizadores: Emi, Aníbal, Carla, el Colo, Mati, Mauri, el Gallego, Giorgina, Javi. Entre todos armaron la cabina: sobre unos cajones de cerveza colocaron una gran tabla de madera y sobre esa tabla pusieron una mesa hecha con otra tabla y soportes de teclados. Conectaron los equipos y a las seis de la tarde empezó a sonar minimal techno en la esquina.

Al principio, los autos seguían circulando, la gente pasaba y miraba sin entender demasiado. Los delegados y activistas repartían volantes, informaban de la situación, invitaban a la gente a quedarse a bailar. La mayoría seguía de largo. Pero al rato, recuerda Mauri, “como en cámara lenta, la esquina se pobló. La gente que ya estaba por ahí se bajó de la vereda para tomar posiciones en la pista de baile que, un rato antes, sólo pertenecía a los automóviles. Algunos de los chicos fueron hasta los contenedores de basura que estaban por San Lorenzo. Arrastraron uno hasta la ochava. Entonces, la calle se cortó definitivamente”.

En su mejor momento, entre las siete y media y las nueve de la noche, unas setenta u ochenta personas bailaron Paul Woolford, Magda, John Dahlback, Marc Houle, Xenia Beliayeva, Akufen, Dj Hell, Trentemoller, Oliver Huntemann, Stephan Bodzin, John Starlight y la banda de sonido de El Imperio contraataca (la segunda parte de la primera trilogía de La Guerra de las Galaxias); mientras tanto, un proyector emitía imágenes de Bruce Lee, formas geométricas multicolores y consignas que bien pueden haber ungido a Protestónica, que ya contaba con el título de “primera rave sindical en Argentina”, con el “de segunda vez que en Argentina se pronunciaron consignas en inglés”. ¿Habrán tenido “Improve working conditions” y “Wage increment”, mientras dejaban sus huellas inmateriales en las paredes y ventanas de Apex, el honor de suceder a “Yanquis Go Home”?

Hablando de esas paredes y ventanas, la música se fue convirtiendo en una especie de bola de energía aplicada directamente contra los vidrios de la empresa, que temblaban como en un terremoto. La historia del arte de la guerra sonora incorporaba un nuevo capítulo: “La idea era hacer imposible el desarrollo del trabajo en el call hasta que nuestros compañeros se vieran obligados a parar sin tener que declararse en huelga. La culpa sería enteramente nuestra, no de ellos”, devela Carla y, en su confesión, también emerge un rasgo especifico de la lucha sindical en tiempos del habla-puesta-a-trabajar. ¿A quién le hubiera importado el ruido externo en una fábrica industrial? No estaba entre sus poderes parar la producción.

Mientras afuera algunos bailaban, adentro quedaba claro que, en este mundo, pocas son las fiestas sin ambivalencias y menos cuando involucran intereses. La Protestónica no fue una excepción: “La adhesión de los compañeros fue parcial, dividió aguas. A algunos le pareció una intervención violenta, a los operadores los obligaron a seguir trabajando con el ruido y el enojo se volcó hacia nosotros, pero a otros que no participaban de la lucha que habíamos librado contra la patronal les encantó y hasta se animaron a bailar”, rememora Aníbal cuando llega la hora del recuento. Carla recuerda que los supervisores espiaban por las ventanas, que hubo muchísimos compañeros de trabajo indignados y que los delegados sindicales que no estaban a favor de la lucha ni de tensar la relación con la empresa se asomaron un momento a la calle y luego desaparecieron. El sindicato, por su parte, hizo saber –y sentir– poco tiempo después, que no le cayó bien la aspereza y la hiperexposición que implicó la actividad: temía que el diálogo con la empresa se deteriorara, sin considerar que el propio deterioro de las relaciones laborales había alcanzado ya un punto de gran intensidad. Pero más allá de cálculos políticos inmediatos, no habría que dejar de considerar entre los factores reactivos a la fiesta a ese rencor secreto que produce en mucha gente estar frente a algo nuevo, un poco incomprensible, indefinido.

En ese marco, los directivos de Apex demostraron, días más tarde, que el enemigo aprende rápido: hicieron cambiar los vidrios del frente por unos mucho más gruesos y aislantes. La próxima fiesta iba a tener que ser de grindcore sueco para que se escuchara adentro.

Ese 22 de septiembre, hacia las nueve y media de la noche, la calle se fue vaciando mientras una chica pasaba la gorra entre los presentes, recaudando dinero. Mauri, Emi, Eze y Javi se volvieron caminando por Mitre, cansados, contentos por esa condición pionera y pensando en si todo eso habría servido para algo. Mati, Carla, el Gallego, César, Aníbal y Giorgina habían acordado tener una reunión en un bar que estaba a unas cuadras de Apex, para balancear y pensar los siguientes movimientos.

Hoy, septiembre de 2014, con Apex instalada en la calle Santa Fe al 1500, sólo el Gallego sigue siendo delegado. Los demás activistas del 2006 migraron a otros trabajos y destinos. Pocas veces transitan la esquina de Mitre y San Lorenzo pero cuando lo hacen miran para arriba, como en un reflejo de supervivencia, y vuelven a ver las ventanas de ese primer y segundo piso de un edificio cuya planta baja está desocupada y en la esquina suele dormir gente a la intemperie. Esas ventanas que una tarde temblaron por culpa de ellos.

Más notas relacionadas
  • Vengan todos, acá hay un lugar

    En el país nórdico hay más de 50 bandas de metal pesado cada 100 mil habitantes, la mayor
  • No alimentes al trol

    La democracia argentina celebrará sus primeras cuatro décadas con un inédito escenario de
  • Esa mujer

    Inquietante por su identidad desconocida y también movilizadora, “la chica del palo” –capt
Más por Ezequiel Gatto
Más en Columnistas

Dejá un comentario

Sugerencia

Alerta: el genocida Amelong pide la libertad condicional

Desde Hijos Rosario advirtieron que este viernes la justicia dará lugar a una audiencia pe