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Kurtz, tanto el mercader de Joseph Conrad como el coronel de Francis Ford Coppola, hacen gala en su discurso terminal de una palabra que excede largamente el territorio de lo simbólico: «Horror», se les escucha decir, con voz desgarrada por la experiencia de haberlo visto ingresar en sus mentes y espíritus.

Las tinieblas de Conrad constituyen una metáfora cruel del imperialismo capitalista en guerra contra los dueños de las mercancías deseadas. Las de Coppola, algo parecido, pero en plena locura bélica imperial. Lo cierto es que esas tinieblas, esas guerras, suponen un cuerpo en el que habita un corazón que palpita al ritmo del Horror.

El Horror es la deposición del Terror, sus heces, su pútrida consecuencia.

Existe, oculta, protegida por escribas impiadosos, amurallada tras una fortaleza empachada de armas, de las simbólicas y de las menos sutiles, esas que matan, mutilan y dejan las tripas al aire, una Teología del Terror.

Toda teología es un relato, en el que se inscriben desde las características y atributos del poder del dios o los dioses que le dan sentido a esa narración, pasando por los vaivenes de la relación entre deidad y fieles o creyentes, las reglas que impone esa divinidad, los premios y castigos frente al cumplimiento o la desobediencia de esas leyes, hasta la promesa de una existencia ideal para quienes pongan su fe en esa canasta.

Toda teología representa un plan, el plan que el dios o los dioses diseñaron para felicidad de la Humanidad toda, pero de la que podrán gozar sólo quienes crean, sólo quienes tengan fe en ese plan divino.

Como corresponde a toda teología de dominación, lo que la Teología del Terror pone en escena es minúsculo respecto de lo que oculta. Por empezar sus autores, predicadores y ejecutores, entre los que se reportan sus escribas, sus teóricos, no reconocen la existencia de dicho relato, su poder, ni el fin mismo de tamaño edificio ideológico.

Tampoco ponen en relieve un dato estremecedor: el dios de esta teología no es omnipotente, salvo que se le otorguen determinadas facultades, principalmente la de permitir que sus sumos sacerdotes ejerzan un dominio absoluto sobre el resto de la Humanidad. El nombre elegido para la deidad tampoco es inocente: Seguridad. El nuevo dios se llama así, y representa dos facetas de una misma divinidad, una que garantiza el estado ideal del sujeto creyente y otra que es la promesa permanente de alcanzar ese estado. Una fe retroalimentaria: si la grey cree lo suficiente, la deidad fortalece su esencia y garantiza que la misma se derrame sobre los más fieles.

Toda teología conlleva profecías y milagros, hechos inusuales que explican el sentido de otros hechos, algunos inconcebibles. Basta con imaginar a esos escribas preocupados por el poco interés que despierta la deidad que promete vivir en un mundo seguro. Algunos porque tienen la panza bien llena, otros porque no les interesa pensar en otra cosa que llenar con algo la panza, lo cierto es que nadie se ocupa de lo importante. Es preciso un sacudón, un hecho que les sacuda la modorra, pero no tanto. Que hunda a esa masa en otro sopor, más aterrador, pero convergente con los intereses de los autores de la Teología del Terror. Y cada tanto se produce un milagro que pone en alerta a los fieles espíritus que renuevan su fe en la Seguridad. Aberrantes sucesos que, además, van dejando muestras de la precisión de ciertas profecías, al tiempo que siembran otras, que en muchos casos anticipan cómo puede que llegue un momento en el que el futuro es degollado por una espada amenazantemente islámica, desfachatadamente curvada, peligrosa…

¿Por qué no se trata de una doctrina más y sí de la compleja trama que debe cumplir cualquier teología? Porque esta última brinda las ventajas que supone la manipulación de la fe, la aparición de un nuevo dios que interpreta a su creación y le ofrece un camino para lograr la salvación. Y algo que resulta muy difícil de imponer sólo desde lo doctrinario: la revelación de que entre esa fe que salva y la salvación lograda se interpone un demonio poderoso, frío, inteligente, anónimo, que vive agazapado esperando el momento de mostrar sus colmillos envenenados. Ya no hay más anticristo, hoy las tinieblas son el cobijo que encubre a la Inseguridad.

Sólo un acto de fe puede explicar que millones de personas dejen en manos de factores de poder comprobadamente asesinos la lucha contra ese demonio que se les ha presentado como el verdadero enemigo de la plena felicidad que, claro está, consideran merecer. La cuasi desaparición del sistema de Estado-nación y su reemplazo por conglomerados de corporaciones que digitan las políticas que desde el pulmotor dicen aplicar los gobiernos de esos estados, amerita un salto de calidad filosófico. Un cambio de era de este tipo merece una teología, que prolongue en el tiempo el nuevo modelo de dominación. No tan nuevo. No tan original.

El Terror, dice la teología que practican y predican quienes encarnan a esos factores de poder, no tiene cara, pero sí ejecutores, manos aviesas que desgarran las almas puras y les arrebatan sus valores más sagrados: la vida, sus seres queridos, sus bienes, su seguridad. Son terroristas, merecen ser vigilados, perseguidos, aislados, torturados, condenados.

Los blandos preceptos del Nuevo Testamento cristiano, las proclamas santificadoras del Corán, los milenarios y armoniosos consejos que las religiones orientales dan a sus fieles, no pueden dar respuesta ni combatir el «Horror» sembrado por el nuevo antidios en las entrañas mismas de la Humanidad. Las modernas formas de organización social que puedan implicar mayores libertades, mejores modos de relación entre seres humanos, mayor igualdad, tolerancia y comprensión de la diversidad de ideas y estilos de vida, son un escollo ante la batalla final que plantea esta Teología del Terror.

La descripción de este relato alienado, de esa teología en desarrollo embrionario, no se agota en estas breves líneas, está claro, pero no resulta ocioso advertir desde acá que se está en presencia de un escenario para nada habitual, que no puede explicarse tan sólo a través de la ciencia política. La era actual parece haber parido un monstruo enorme, con pre-tensiones de religiosidad, basadas en lo efectivas que resultaron en la Historia algunas teologías en las que el miedo a no ser lo que la Ley y Dios dicen que se debe ser fueron la génesis perfecta de un largo período de dominación moral y material.

Mientras millones de personas se cuelgan del cuello carteles que rezan “Todos somos Charlie”, algunos les ponen a esas fotos número de prontuario, las guardan y, mientras exhiben la más cínica de sus sonrisas, se miran al espejo para constatar que de sus cuellos cuelga un cartel más ominoso: “Somos Dios”.

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