Paul Singer. Foto: Jacob Kepler/Bloomberg.
Paul Singer, representante del fondo buitre que litiga contra la Argentina. | Foto: Jacob Kepler/Bloomberg

El hábitat más favorable para el crecimiento y desarrollo del terror es la confusión. De esa premisa es que ante cada suceso de esos que conmocionan a las clases medias metiéndoles mucho miedo surgen, como ramas de un árbol maligno, todo tipo de versiones, desde las más emparentadas con la lógica interna del episodio en cuestión, hasta la más absurda e imposible no ya de probar, sino tan solo de vincular con el hecho acaecido. En forma paralela, los medios de comunicación hegemónicos tienden a reforzar aquellos relatos del suceso que les son funcionales o, la mayoría de las veces, establecen una sinergia entre las versiones afines y el relato de propio cuño, algo que se ve, en forma notable, cómo cunde en la coyuntura política de la Argentina.

Pensar que esos sucesos, principalmente cuando se trata de atentados o ataques paramilitares, pudieran haber sido urdidos por quienes se presumen víctimas, esto es un autoatentado, es bien recibido por quienes diseñaron el dispositivo informativo, o comunicacional, necesario para confundir y despistar. Cierta o no, una hipótesis de esa categoría aporta distracción, vertientes paranoicas de esa versión, todo ello indispensable para dominar a través del miedo, la incertidumbre, la inseguridad y el desánimo. Al fin y al cabo los poderes establecidos tratan a cada paso de lograr lo que el pensador norteamericano Noam Chomsky viene denunciando hace un largo rato: “Hay que falsificar la realidad y la historia, lograr que la representación sea la realidad”.

En esa órbita se mueven las corporaciones -que percibieron la decadencia de la moral formal que cada modelo de democracia tiene como alambrado político-jurídico para evitar el desbande social-, las cuales apuestan todas sus fichas a que ese terror opere en el plano de lo espiritual, en particular en torno de la fe. Las masas deben tener FE, no ideologías o decálogos morales o, incluso deben descreer de las religiones históricas, milenarias o convencionales. Deben tener una profunda fe en que existe un camino que conduce a la nueva deidad capitalista: La Seguridad.

Kaos y Control

Pero volvamos a los relatos. El talentoso y ácido guionista, actor y director como Mel Brooks entendió como pocos la lógica imperial. Cuando se dispuso a satirizar al lúgubre universo del espionaje y los servicios de inteligencia en la célebre tira cómica Super Agente 86, a una de las agencias, signada como la que encarnaba al mal absoluto, la llamó Kaos. A la otra, que presuntamente representaba a «los buenos», la denominó Control. De tal modo, las opciones eran, ya en la mitad de la década de los ’60, el caos o el control. Nada de terceras posiciones.

Kaos devino Terror, a partir de la simple pero eficaz fórmula delineada por las corporaciones globales que ejercen el poder real. Control, claro, fue rebautizado, ahora a ese polo “positivo” se lo denomina Seguridad. Lo más grave es que en el escenario geopolítico el protagonista que encarna al héroe “bueno” ya no es Don Adams, y la pluma ya no es la de Brooks: entre los que escriben el guión hay un tipo que se llama Paul Singer.

Quemá esos videos

Y a propósito de la sutil trama de relatos, confusión, caos, control, terror y seguridad, había quedado pendiente la continuación de la historia del camarógrafo que registró en detalle la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001.

Vale recordar que el ciudadano estadounidense Kurt Sonnenfeld, camarógrafo, el 11 de septiembre de 2001 se encontraba trabajando para el gobierno de su país, contratado por la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias, y que estaba autorizado a recorrer toda el área y filmar todo lo ocurrido en forma irrestricta.

En el marco de esa faena, en un momento el camarógrafo llega al edificio siete, donde funcionaban grandes oficinas del servicio de inteligencia, el FBI y otras agencias de importancia. Allí se guardaba, según su testimonio, todo lo allanado y secuestrado por estas agencias federales, en una gran bóveda. No había nada, se habían llevado todo. El primer problema es que al edificio lo habían vaciado antes de producirse el ataque contra las torres. El segundo, que Sonnenfeld filmó todo, con el registro del horario, dato clave, porque demostraba que no pudo ser evacuado en los minutos que habían pasado entre el derrumbe y los paneos del camarógrafo.

Consultado por el periódico marplatense, Sonnenfeld rememoró una sugerente “evaporación” de objetos clave. “Otro de mis roles primordiales era estar presente y filmar cuando se realizara el hallazgo de las cajas negras, que debían ser cuatro: dos por cada avión. Lo extraño es que no se encontró nada, ni siquiera una mínima parte integrante. Entonces supuestamente se evaporaron. Pero las ruedas del tren de aterrizaje sobrevivieron y muchas partes de aviones también lo hicieron aunque no estaban diseñadas para sobrevivir, como sí lo estaban las cajas negras”.

Pasados seis meses después del atentado a las Torres Gemelas, Sonnenfeld ya había terminado su trabajo. Pero un hecho trágico signó ese tiempo: el suicidio de su mujer, Nancy. La policía sospechó que podía tratarse de un homicidio disfrazado de suicidio y lo metió preso 45 días.

Durante ese mes y medio metido en un calabozo, la agencia federal para la cual trabajaba se desentendió de él. Y el incauto Sonnenfeld no tuvo mejor idea que increpar a uno de los pocos oficiales que lo visitaron al grito de “¿Cuándo salga de aquí voy a ir a los medios para contar lo que sé del atentado a las torres!”.

Cosas malas le comenzaron a pasar al camarógrafo desde aquel desborde emocional tras las rejas. A pesar de que el suicidio de su esposa había quedado totalmente aclarado, las autoridades decidieron retenerlo en la cárcel cuatro meses y medio más en la cárcel sin cargo alguno. En medio de ese torbellino kafkiano, le avisaron que estaba despedido.

Otros episodios extraños lo acometieron durante su estancia como presidiario. Intentó contratar un abogado privado, y cuando quiso usar su casa como garantía, un tribunal que nada tenía que ver con su caso, le confiscó la vivienda, con la excusa de que se trataba de “una investigación de rutina”.

Para no abundar en los detalles del acoso al camarógrafo que no debió ver ni filmar ciertas cosas, tras irse de su ciudad, Denver, e intentar empezar otra vida en la montaña, las molestias y persecuciones lo decidieron y se vino a vivir a la Argentina, donde tiene unos conocidos que le prestaron una casa en la costa atlántica.

Sonnenfeld se las rebuscó para trabajar como productor televisivo. Con el paso del tiempo, decidió contar su historia en un programa de televisión, exhibiendo las imágenes tomadas con su cámara. El envío no llegó a salir al aire. Antes la Interpol lo agarró de las pestañas y así se lo llevó a la cárcel de Devoto.

Los yanquis requirieron la extradición del cameraman, y exigió que le secuestren los videos. Con la excusa del suicidio de su mujer lo metieron en cana siete meses, hasta que un juez federal, Daniel Rafecas, dispuso su liberación y se negó a que se le confiscara el material filmado. La embajada norteamericana parece que no era amiga sólo del fallecido fiscal Nisman, apeló, y logró que la causa tenga que ser considerada en su momento por la Corte Suprema de Justicia. Si los Estados Unidos consiguen extraditar a Sonnenfeld, podría recibir la pena de muerte. El Tío Sam no perdona miradas indiscretas.

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Una teología del Terror
Una teología del Terror (parte II)
Una teología del Terror (III)
Una teología del Terror (IV)
Una teología del Terror (parte V)

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