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Hace doscientos años, el 17 de abril de 1815, renunciaba el Director Supremo Carlos María de Alvear, tras un breve gobierno muy cuestionado por su autoritarismo, centralismo y aplicación del terrorismo de Estado a partir de maniobras espías, persecuciones y manejo silencioso de la gestión administrativa. Y con un claro interés en lograr que Gran Bretaña dominase estos territorios. Al ser reemplazado por José Rondeau, el 20 de abril, desde la Junta de Observación se redacta un estatuto para gobernar al Estado. Algunos historiadores consideran al suceso como un aparente triunfo de los caudillos y el federalismo, en búsqueda de las autonomías provinciales.

En Santa Fe, como en el resto del litoral, la Banda Oriental y el sur brasileño, se debatían dos proyectos. Mientras el centralismo porteño intentaba retener el poder, muy cerca –y desde marzo de 1815–, un guaraní retacón y mal trazado asumía la jefatura política y militar de los 15 Pueblos Misioneros.Tras formarse junto a José Gervasio Artigas, Andrés Guacurarí, el ahija’o del jefe charrúa y capitán de caballería blandengue, desparramaba el proyecto regional contrario a la hegemonía porteña. Claro que los sectores de la clase poderosa de las provincias, no querían perder vínculos con sus socios del puerto y sus beneficios.

En ese mismo 1815, Andrés instrumentaba el “Reglamento Oriental para el fomento de la campaña”, en el que se proclamaba la expropiación de tierras a “emigrados, malos europeos y peores americanos”, y su reparto entre los desposeídos del país para “fomentar con brazos útiles la población de la campaña”, y que fuera redactado en septiembre de ese año.

Esa muestra del proyecto artiguista, se puede comparar con otra norma que comenzó a regir en Buenos Aires: el “Reglamento del tránsito de individuos”, que establecía: “Todo individuo que no tenga propiedad legítima será reputado en la calidad de sirviente y será obligatorio que se muna de una papeleta de su patrón visada por el juez. Los que no tengan estas papeletas serán reputados como vagos y detenidos o incorporados a la milicia”. Así de marcadas eran las diferencias: una política incluía y sumaba a los más humildes; la otra, los perseguía y condenaba.
Además de la tenencia de tierra para favorecer a las familias y a los humildes, el artiguismo tenía el objetivo de ordenar y poblar la campaña, tras las ocupaciones de los estancieros; aumentar la producción, y consagrar el respeto por los derechos de los originarios. Se comprende, no se justifica, que semejantes cambios que valorizan los derechos humanos y la equidad, eran (y son) políticas que trastocan el orden del sistema, algo inaceptable para la clase dominante. Esa impronta de revolución nacional y social, hace que sea tan combatido y cuestionado el proyecto federal de la Patria Grande.

Otra molestia al orden impuesto era ese concepto de “ciudadanía”, ya que se alentaba la participación y protagonismo del “gentío” en la cosa pública; en los cabildos y congresos, en una forma de gobierno donde era casi permanente el estado asambleario. Establecía una movilización de los pobladores que eran convocados para discutir, proponer y elegir representantes. Esa metodología, hasta ponía en tela de juicio algún autoritarismo de jefes de comunidades ancestrales a la hora de debatir con sus gentes las líneas de gobierno. Hasta en el rígido terreno militar había espacio para la participación. Con el tiempo, tras la detención de Andrés, lo reemplazó como comandante otro guaraní mestizo: Francisco Javier Siti, designado por el cabildo de las misiones y sus compañeros militares.

Esa forma de hacer y promover política, fue calificada como “anárquica”, utilizando esa palabra como si fuera un sinónimo de “desorden”; pero, en realidad, había un no aceptar órdenes, discutir en el llano y no estar domesticados por decisiones emanadas por un grupo encerrado en un gabinete gubernamental. Claro que para fomentar ese estado deliberativo, Artigas producía un rico y constante envío de documentos, instrucciones, informes y todo tipo de comunicación para establecer un contacto más ágil con las poblaciones y cuarteles de la región.
Ante la contundencia popular de ese proyecto, sólo las armas, sobornos y mentiras podían utilizar sus refutadores. Así fue como, tras la traición de caudillos que prefirieron una paga y asegurar sus provincias (ver próximos capítulos), también la desmemoria se instrumentó desde la prensa y la historia oficial.

Por otra parte, el concepto de “Pueblo en armas”, causaba mucha alarma entre los autoritarios jefes militares que imponían a sangre los mandatos porteños. La tropa de Andrés usaba estrategias de guerrillas, apoyándose en el monte que conocían y redoblando su astucia al enfrentar a tropas bien armadas y regulares. También, como jefe blandengue, conocía tácticas militares. Además, surgieron los polvorines y fabricaciones de explosivos para abastecerse y para intentar no depender de los vendedores de armas; aunque la lanza y la chuza eran el armamento preferido.

Esa historia no se difunde aún en escuelas ni universidades, ya que habla de otro proyecto que, por ser popular y nacional, fue ninguneado; pero hoy reaparece y se rescata en la región. Ahora tiembla esa mentira oficial. Esa historia maltratada se recupera y se convierte en bandera para retomar esa gesta que no puede darse por vencida.
Un guerrero de la conciencia nacional, Juanjo Hernández Arregui, decía que el gran triunfo de la oligarquía fue haber escrito su historia, lo que le permitía justificar y colonizar a la memoria.

También el compañero Rodolfo Walsh, advertía: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”.
Personajes como Andrés Guacurarí y Gervasio Artigas, aunque son promocionados como ya derrotados y desaparecidos, siguen vigentes. Son comandantes de un proyecto que no falleció porque las causas que combatieron siguen impuestas y porque, como en aquella época, hay sectores populares que las combaten.

Esa disputa se mantiene muy viva. Y una prueba de ello es la profunda molestia que el ideario popular, inclusivo e igualitario, sigue causando a los cates o copetudos, a sus alianzas familiares, a sus negocios con el extranjero y a la utilización del Estado para sus beneficios.

El odio racial al cobrizo comandante Guacurarí, no acepta que en lugar de ser esclavo o “caído por la Patria” en alguna batalla, ese guaraní haya sido gobernador de la región. Rebelde de los mandatos autoritarios, y fiel a su jefe y a su tropa, el tape no era de sujetarse a la democracia políticamente correcta. Su ética de guerrero lo afirmaba al sostener: “La muerte será una gloria, el morir libres y no vivir esclavos, que, como héroes, los posteriores cantarán”, o su advertencia: “Me quitarán la vida por justiciero, pero nunca por traidor”.

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