Francis Fukuyama. Foto: magyarnarancs.hu.
Francis Fukuyama. Foto: magyarnarancs.hu.

A lo largo de casi un siglo y medio, los pedagogos del libre mercado nos han hecho considerar al Estado en términos de una estructura espaciotemporal cerrada y permanente. La idea a inocular no es para nada novedosa, e incluso la Historia enseña algunos trucos que logran sortear los cazabobos que el sistema siembra aquí y allá a través de los medios hegemónicos. Nos muestran ejemplos del Estado como espacios cerrados, lóbregos, desgastados y agobiados en lo edilicio y encarnado en seres humanos que se comportan como hibernautas inanimados. Pesado, ineficaz, en lo simbólico el Estado también debe aparecer como claustro que se resiste a ser observado, auscultado, controlado, investigado. Nada más secreto que un acto de gobierno, y siempre habrá algún funcionario dispuesto a pararse delante de las opacas ventanas del Estado, al grito de: “¡Minga, no daremos el brazo a torcer con eso del libre acceso a la información pública!”.

Por denodados que hayan sido los esfuerzos por «abrir» el Estado, liberar toda la información posible, o transparentar la gestión, la idea es que si existe un lugar donde siempre se puede ser corrupto es el Estado.

Pese a todos esos mandatos, no debiera existir un estilo de periodismo que argumente desconocer que nada es más difícil de investigar que los resultados de una reunión secreta de accionistas de una sociedad anónima, aun cuando haya sido en torno de actividades lícitas.
Fueron precisamente los Estados más poderosos, en los comienzos de la crisis que aún los mantiene de cara a la posible desaparición como tales, que percibieron claramente como algunas corporaciones se quedaban con el negocio que antes administraban desde la burocracia de esos países. La primera señal fuerte de que los grandes negocios de blanqueo y lavado de cash no los podía llevar a cabo cualquier farabute la dio la Reserva Federal, cuando le cayó con el garrote vil al saudí Gaith Pharaon, que se había deglutido el personaje de un Ramsés banquero y algo pop en pleno auge del neoliberalismo financiero. El árabe de Ryad estaba al comando del Banco Internacional de Crédito y Comercio, o algo así, al fin y al cabo una macro cueva que haría pasar notable vergüenza a Alí Babá y al propio Bruno Díaz.

La red de lavado del BCCI (por sus siglas en inglés) había llegado a ser tan jugosa que los EEUU le mandaron al osado saudí el formulario de jubilación anticipada. Y de ahí en más, el Departamento de Estado comenzó a poner el foco, no ya sólo en aventureros algo desprolijos como el simpático Gaith, sino en el accionar de la propia banca líder yanqui y sus «aliados» europeos y asiáticos, que por medio de las llamadas operaciones off shore, dejaban a las tropelías del pícaro árabe a la altura de una partida de Monopoly.

Atando cabos

En este punto es necesario atar algunos cabos, a fin de evitar caer en el uso de una de las armas más eficaces del poder corporativo y los estados imperiales: la confusión.

Desde el comienzo de este ensayo se intenta poner a prueba una tesis. La elite del poder mundial ya tomó nota de que el ciclo crítico que viene experimentando el capitalismo global lo lleva a un callejón sin salida. Una sobreproducción imposible de disimular hace caer el castillo de naipes doctrinario del libre mercado. Lo mismo sucede con la inestabilidad financiera de algunos bloques regionales, como la Unión Europea, donde se constatan absurdas asimetrías entre los países ricos y aquellos con economías más vulnerables, algo que presuntamente no debería ocurrir porque si éstos últimos están dentro de esos bloques es para que desaparezcan las asimetrías y exista un digno equilibrio entre socios. Otro fundamento hecho trizas por la crisis que el propio capitalismo, en su faceta más despiadada, supo autoinfligirse.

Una crisis de tal magnitud e inusitada persistencia ya no puede ser enfrentada con las actuales reglas, leyes e instituciones. La democracia controlada por los grandes conglomerados económicos y financieros, que bajan línea a los gobiernos que tienen en su órbita para orientar las políticas de Estado en su provecho, ya no garantizan nada. Los partidos del poder crujen como el casco averiado de una nave en una tormentosa alta mar.

El poder establecido se dio cuenta antes que los avezados políticos conservadores de que ya no podían servirse de las ideologías. Los representantes más extremistas de ese poder piensan que es hora de sacarse los antifaces y pasar a degüello a todo el que se les oponga. Más refinado, el resto del directorio de esa enorme sociedad anónima se reparte entre la redacción de un nuevo guión y su puesta en escena, en forma casi simultánea.

No puede ser ya una idea política o un dogma económico. El pensamiento dominante debe volver a abrevar en las fuentes de la teología. A esta altura, se trata de lograr que las masas crean, con devoción religiosa, expresada como acto de fe, en algo que las mantenga en paz, tranquilas, mientras se perpetúa el pillaje global.

Crisis en el centro del ring

Por imperio de una monumental ironía de la Historia, si se puede apelar a la licencia que implica la propia idea de que la Historia pudiera echar mano a tamaño insumo, la globalización de la economía llevó a los estados más ricos y poderosos a una encrucijada que la mayoría de los analistas creyó, tras la caída del comunismo soviético, que estaba destinada a poner en apuros a los países en vías de desarrollo o, más claramente, al enorme grupo de naciones empobrecidas, endeudadas y dependientes a causa del modelo neoliberal.

Ni los think tank neoliberales, ni las más académicas voces anti sistema pudieron anticipar tras el derrumbe del capitalismo de Estado soviético un escenario mundial siquiera parecido al actual, en el que una aguda crisis financiera llega a sacudir cimientos poco frecuentados por esos cataclismos. No lograron avizorar ni tan sólo la cáscara del huevo incubado en aquel frío invierno neoliberal y cuyo fruto hoy serpentea sobre la helada piel de una coyuntura que muestra cómo los EEUU, la Unión Europea y Eurasia asisten a la caída de gigantes financieros en algunos casos bicentenarios, mientras las bolsas de los grandes centros financieros se desploman en caída libre hasta el tercer subsuelo de los infernales negocios globales.

La derecha estaba en otra cosa. El ordinario paper escrito en algún cafetín con vista al Potomac por un gris funcionario del Departamento de Estado llamado Francis Fukuyama, en realidad un penoso borrador elevado a ensayo filosófico por un puñado de descarados lobbystas republicanos, en el que su autor postulaba, nada menos, que el fin de la historia, no aportó otra cosa que el misterioso destierro por abducción que trasladó el escriba desde el Topos Urano a territorios que hasta la fecha son una verdadera incógnita.

Las razonables previsiones de algunos analistas anti sistema, que describieron los perjuicios que los países no desarrollados tendrían por efecto de la globalización. Aun habiendo anticipado las duras consecuencias del neoliberalismo, tampoco imaginaron este panorama en crisis.

A unos y otros les pasó por delante de las narices, sin que lo registraran, a mediados de los ’90, que el agotamiento de las democracias tuteladas que ejecutaban ajuste tras ajuste, expulsando a vastos sectores de la población de las comarcas políticas y socioeconómicas y del universo de los derechos básicos, llevaría, más temprano que tarde, al surgimiento de polos alternativos a un modelo inviable sin represión interna o externa.

Fuente: El Eslabón.

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