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A los grandes medios ya no les preocupa discutir el relato kirchnerista. Prefieren montar escenarios distorsivos, perturbadores, a través de un género novedoso.

El lenguaje suele actuar como una mujer desconfiada con motivos. Escruta con rigor a quien se le acerca, quiere asegurarse de que no se trata de alguien más que quiere abusarse de los placeres que puede brindar sin acompañar con algo de afecto ese impulso interesado y egoísta.

Sin embargo, cuando se entrega es a pleno y hay que decirlo cuantas veces se pueda: el lenguaje es generoso con quien lo respeta y le dedica tiempo e ingenio para garabatear un modesto y agradecido tributo por acceder a tanto vasto lúdico saber.

Si alguien sabe mucho de todo eso es el sociólogo Horacio González, quien por estos tiempos dirige la Biblioteca Nacional. En un recomendable artículo, Ideología del set, publicado hace poco en Página 12, el pensador ensaya, cobijado por su prodigioso conocimiento del lenguaje, algunas teorías respecto de lo que se dice en determinados escenarios que se nombran en forma naturalizada, pero que en el fondo encierran trampas y artimañas que parecen lograr escindir lo real de lo que acontece en la vida cotidiana.

Este texto, no el de González, se abstiene de querer saldar la compleja discusión que supone definir la realidad o lo real, por lo que, modestamente, se da por sentado que la referencia a tales categorías tiene su base en aquello que el colectivo social acuerda que ocurre, más allá o antes de que ello sea redefinido, manipulado, distorsionado o incluso enriquecido por relatos que se originan en variados intereses u objetivos. Si un avión se estrella y mueren 300 personas, se trata de un hecho real. Si ulteriormente alguien responsabiliza de esa tragedia a un consorcio fabricante de aviones, a un gobierno o a las condiciones climáticas, el hecho ya empieza a ser poseído por una o diversas subjetividades.

El análisis de HG pivotea en derredor del vocablo set. «Set es una polifacética palabra de tres letras. Pero su pegajosa consistencia la hace una palabra escurridiza. Se utiliza en informática; es también el nombre de una deidad egipcia, es familiar para los adictos al tenis, y habitualmente nos hemos acostumbrado a llamar así al piso donde se realizan las filmaciones de televisión». Así, con implacable lucidez, llega adonde considera que está la miga de la cosa, despejando eventuales confusiones, para otorgarle a esa palabra todos los dobleces que la tornan compleja. En todo caso, cada definición la acorrala, hasta el punto de convertirla en un punto de apoyo para una tesis inquietante.

González considera que «decirle «piso» al estudio de televisión entraña cierto forzamiento, pues implica un nombre genérico para denominar una cosa muy específica. Así, una palabra de significado múltiple, se transforma en una palabra singularizada». Y agrega: «Pero ya sea que digamos set o piso, entendemos que se trata de un territorio ilusorio, donde el tiempo se da de manera evanescente y se sostiene con un juego dramático de reglas que a todo televidente le parecen obvias. Pero no lo son».

Ahí está la clave. Como en la cinemática, se percibe una cosa, el movimiento, pero se constata otra, que es la ilusión de eso que parece moverse pero lo que se mueve es otra cosa. Un territorio ilusorio, un tiempo que no le da tiempo a nada ni a nadie que pida salir de esa esfera, que a la vez tiene reglas que simulan provenir de una lógica que termina siendo inexistente. Jorge Luis Borges se hubiera interesado en un cosmos tan inestable como persuasivo. Sin embargo, se trata de un dispositivo que se emparenta más con el realismo mágico, sólo que la intención es construir una irrealidad, por cierto nada mágica.

Del realismo mágico al irrealismo trágico

El llamado boom latinoamericano, que floreció en forma contemporánea al inicio y desarrollo del sistema dictatorial subcontinental pergeñado en la Escuela de las Américas y el Pentágono, parió un capítulo singular: el realismo mágico, cuyo exponente más editado fue Gabriel García Márquez.

En tiempos de democracias restauradoras de las tradiciones nacionales y populares y portadoras de nuevas cargas virales que fortalecen a los sectores que el neoliberalismo marginó por desechables, la derecha subsumida en un rol de feroz oposición está en condiciones de dar a luz un género multiformato: el irrealismo trágico.

No es una estrategia que se circunscribe a la Argentina, está claro. La CNN dio cátedra acerca de crear una atmósfera que esterilizara por completo las consecuencias de la ofensiva yanqui en la primera incursión en el Golfo. Nada de cuerpos desmembrados por la potencia de los misiles Tomahawk lanzados desde la flota norteamericana desplegada en el Mar Arábigo. Sólo luces filtradas que daban la sensación de fuegos de artificio en una ciudad cuya silueta se dibujaba en un penumbroso telón de fondo. Sonidos ecualizados para dejar oír lo menos terrorífico de los silbidos que anunciaban la llegada de esos misiles, explosiones sordas, movimientos bruscos de la cámara al recibir la onda de choque que la voz en off del corresponsal rápidamente amortiguaba con un relato desapasionado que contaba no lo que se veía, porque no debía ser visto, sino lo que decía el guión escrito en el Pentágono.

No obstante, la experiencia vernácula de montaje de un escenario reñido con la realidad que vienen llevando adelante los medios hegemónicos argentinos, en sociedad con las corporaciones y grupos económicos más concentrados, que a su vez cuentan con la dirigencia política opositora en el rol de presta firmas, expone particularidades menos sofisticadas que peligrosas.

Tan peligrosamente inquietantes pueden llegar a ser las operaciones con que ese conglomerado conservador y neoliberal interviene en el decurso político, social y económico, que en el comienzo mismo del año electoral llegó al límite de cruzar la frontera que separa a la dialéctica de la disputa con riesgo de vida. No importa cuál sea la verdad judicial que depare la muerte del fiscal Alberto Nisman, el prefacio de la misma, la narración del episodio, y los capítulos post mortem que pergeñó ese grupo de poder son una referencia que sirve para dimensionar hasta dónde están dispuestos a llegar quienes lo corporizan en su afán de interrumpir el proceso político que primero los desenmascaró y luego se constituyó como un escollo para sus negocios e intereses permanentes.

Hierofantes y el Topos Uranos

En la antigua Grecia, el hierofante era quien hacía aparecer lo sagrado, el sumo sacerdote que interpretaba los misterios de lo sagrado. Si quería, un bandido. «Esto es sagrado, esto no». Quien define esas cosas es tenedor de un poder nada despreciable.

También en la vieja Grecia sentó sus reales Platón, quien entre otras cosas elucubró un mundo celestial, habitado por entidades absolutas, inmutables e imprescindibles: las ideas. Para el filósofo, lo que llamamos «realidad» sólo sería aparente, y apenas reflejaría una pizca de lo que representan o son las ideas.

Traducido al dialecto mediático, los CEOs de Clarín, La Nación, Perfil, Grupo UNO, Telecentro y otras maravillosas perlas, serían los hierofantes que interpretan adónde yace la verdad sacralizada, pero como no les alcanza tamaño poder, se erigen además como diseñadores de un mundo «real», no ese «simulacro populista» que surge del relato kirchnerista. Ese perverso enroque, que pretende transformar la percepción de toda una sociedad, distorsionarla hasta límites esquizoides, finalmente pone en estado de riesgo a esa comunidad, que desde diferentes posiciones comienza a naturalizar la posibilidad de que una tragedia irrumpa en escena y se ubique en el centro del ring.

Horacio González detecta en todo ese montaje peligrosas consecuencias: «(los medios hegemónicos) alejan cada vez más al mundo social real del reconocimiento y solución de muchos de los problemas que denuncian». Y analiza «el caso del domicilio de la doctora (Elisa) Carrió», usado como set para denunciar a un candidato a cuatro días de las últimas Paso. Un set que tiene mucho de oficial porque es la casa de una legisladora de la Nación. En el programa televisivo, conducido por Jorge Lanata, «…la materia que se promovía esencialmente, que era la culpa del Estado, necesitaba de esa alianza entre el lugar de emisión oficial y el lugar de emisión conexo. Y necesitaba, sin duda, que todo esto se sepa. Porque el motivo de esta alianza entre el set público y el set particular, es redoblar la idea central que sostiene: la idea del asesinato de Estado, o del Estado asesino», advierte el autor.

Por pudor, por temor a decir lo que se teme y rechaza, González no dice lo que más debería aterrarnos socialmente al cabo de desmenuzar este irrealismo trágico montado para desmontar un proceso político cueste lo que cueste: Ese poder irracional es capaz de cualquier cosa, incluso de llevar a la piedra sacrificial a uno de los suyos, y repetir el esquema Nisman.

Al fin y al cabo, la señora Carrió confesó públicamente que a pesar de estar sola en su casa, incluso bajo la ducha, le habla a los supuestos micrófonos que la «inteligencia kirchnerista» habría plantado en su set domiciliario. «No me mate, Milani», repite la diputada. «No me mate, Aníbal», insiste como loro la mujer que no va a trabajar al Congreso porque teme que se produzca un atentado contra su vida pero recorre los set televisivos, donde ese riesgo parece desaparecer.

Si a ese poder irracional un día se le ocurriera que el único camino para derrocar al kirchnerismo conduce a la puesta en escena de un homicidio político cuyo primer sospechoso fuera el oficialismo, el juego ya no será juego, será tragedia griega. En ese caso, que Platón se apiade de todos nosotros.

Nota publicada en la edición 209 del periódico el eslabón

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