VA225 Décollage champ large le 20/08/2015
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Hace algunos muchos años, Charly García sacó a la cancha el álbum que siguió a su última gran obra musical, Parte de la religión. No era, no es, un mal disco –Charly jamás haría un mal disco–, sólo que no llega a ser uno de sus grandes álbumes. ¿La diferencia? Que nada sobre o falte, que todas las canciones sean perfectas, como su oído. Eso es un gran disco de Charly, o de cualquier músico. Cómo conseguir chicas es un disco espectacular, tiene temas que perdurarán por siempre y, algo digno de destacar, refleja un estado de ánimo del García persona que nadie desea experimentar. Una de las bellas canciones de ese álbum se llama Anhedonia, una palabreja que orbita en la jerga psi. Define a un pathos agudo: la imposibilidad de sentir, una incapacidad que impide experimentar placer, un estado en el que reina el desinterés o la pérdida de la satisfacción respecto de casi toda actividad. Quien la padece, quien está atrapado en esa telaraña no reacciona a los habituales estímulos placenteros. Horrendo estado, por cierto, «constituye uno de los síntomas o indicadores más claros de depresión, aunque puede estar presente en otros trastornos, como por ejemplo, en algunos casos de demencias (Alzheimer) y el trastorno esquizoide de la personalidad», ilustran los especialistas. Las causas, por cierto, son múltiples y variables según el sujeto que la adolece, pero no es ése el objeto de este texto. Más que precisiones clínicas en torno de la anhedonia, la propuesta es merodear ese síntoma de impotencia de experimentar el disfrute y, en cercanías del mismo, imaginar a ese pathos apoderándose del ánimo social, en un itinerario que va del sujeto al colectivo. O a un determinado sector del colectivo social.

Registrar o no lo que es

En un marco histórico puntual, de cambios visibles, en el que prevalece la política allí donde se imponían sentidos o paradigmas antagónicos a la política o la negaban, los reacomodamientos de discursos y postulados no siempre resultan enriquecedores. Por un tiempo, lo que es no sólo hay que explicarlo, expresarlo de formas diversas, sino que es necesario construir un escenario en el que, al menos por contraste, eso que es pueda ser registrado, para bien o para mal, para por lo menos lograr que se torne posible establecer un contrato básico: lo que es, es, y desde ahí comenzar la discusión.

El reemplazo del paradigma neoliberal por un modelo de capitalismo con inclusión social y fuerte presencia del Estado como garante y custodio de los intereses de los sectores más vulnerables no da a lugar, por fortuna, a consensos absolutos o uniformidades en torno del estado de las cosas, pero no imposibilita la observación de los efectos de ese profundo cambio, salvo que reine la negación absoluta del cambio y sus efectos, y desde esa perspectiva se proceda a construir un dispositivo que apunte a esconder, distorsionar o anular el pensamiento y la acción políticos que generan esas transformaciones.

Historias de órbitas, vuelos y trayectorias

Que los grandes medios, como testaferros o socios del poder económico reactivo a los cambios propuestos en los últimos doce años por el peronismo kirchnerista nieguen, escondan, ninguneen o ridiculicen el poderoso salto tecnológico que implica poner en órbita en sólo un año dos satélites geoestacionarios diseñados y construidos totalmente en el país, no sorprende. Se diría que es esperable, dada la estrategia nihilista que esos poderes fácticos vienen ensayando para confrontar las políticas públicas que los interpelan con fuerza inusitada allí donde más les duele: en sus negocios más viles.

Otra cosa es que un vasto sector de la sociedad se impida a sí mismo el disfrute, la sensación de pertenencia a ese episodio histórico, negando la singularidad del mismo y dándole la espalda incluso con ira, como si ese logro reafirmara de modo injusto lo que se abomina, como si ese salto tecnológico le otorgue aval al origen de todo mal.

Hasta los sujetos más elementales encuentran el modo de obtener placer, de sentirse capaces del disfrute, máxime si la alternativa es vivir con odio la mayor parte del tiempo, en estado de hiperirascibilidad. Sin embargo, un amplio colectivo social se abroquela en torno del fuego purificador que el poder plantea como único método para sojuzgar al enemigo que viene a sembrar la discordia, que impide los consensos, que traza la grieta, la amplía, vaya a saber con qué interés, porque eso nunca se explicita. O sí, se justifica a partir de una voraz ambición de poder, algo que ellos conocen bien porque es el motor que los lleva a querer más incluso cuando ya no hay más en rincón alguno del planeta que pueda ser rapiñado por ellos.

Pero lo cierto es que el lanzamiento y puesta en órbita del Arsat-2 logró concitar la atención y llenar de orgullo a millones de personas, pero a la vez tuvo la particularidad de generar reacciones que mueven a la reflexión.

¿Por qué algunas personas no pueden sentir? ¿Por qué no quieren sentir? ¿Por qué no pueden mirar? ¿Por qué no quieren mirar? Porque pareciera suficientemente claro que sólo bastaba mirar de reojo las poderosas imágenes de ese cohete Ariane tomando altura, dejando tras de sí una nube espesa de vapor y humo, elevándose a una velocidad alucinatoria, a puro fuego y estrépito, para conmoverse, para reconocer que en ese instante estaba pasando algo del orden de lo extraordinario, y que una parte de ese algo tenía que ver con el lugar donde uno vive, con las gentes que viven en ese lugar, ese país, esa Patria, llámese como se llame, pero para nada ajeno a uno mismo, al otro mismo, pero bien al lado, no muy lejos, bien cerca.

Negarse ese minuto de ensoñación personal, no ya la emoción colectiva, habla de que algo está andando mal en esa persona, en esas personas, en ese vasto colectivo que se dejó llevar por la anhedonia social, por el displacer, por la rotunda negación de lo que es y que por ser como es, otros disfrutan y sienten placer al presenciarlo.

Dos anécdotas sirven para constatar que esa patología social viene de lejos. Las dos remiten al segundo gobierno de Juan Perón, y no es casualidad.

Casi todos saben que la Argentina en los años ’50 logró fabricar un automóvil íntegramente nacional, al que se denominó El Justicialista. Sin embargo pocos conocen que el mismo fue llevado al Salón del Automóvil de Nueva York, donde se lo expuso al lado de marcas como Maserati, Ferrari, Ford, Chrysler, Jaguar, entre otras.

El auto, si bien no ostentaba una tecnología revolucionaria, podía exhibir avances que recién décadas más tarde otras fábricas adoptaron, como la utilización de la fibra poliéster en la carrocería, y otras módicas veleidades. Pero pasada la primera jornada de exposición, casi nadie se acercaba al stand argentino donde relucía El Justicialista.

Dos morochos que estaban encargados de comentar, folletín en mano, las bondades del automóvil, cuando ya empezaban a pensar que se trataba de un boicot de las industrias norteamericana y europea, se animaron a encarar a un texano que paseaba arrastrando sus botas por el lustroso piso de la megamuestra.

Le comentaron que nadie se aproximaba al stand, y le preguntaron si él veía algo que pudiera disgustar al público. El texano se sacó el sombrero de alas gigantescas, se rascó el cabello grasiento desde la coronilla hasta la nuca roja por el sol de Dallas, y les preguntó: «¿Ya probaron con hacer subir a un par de chicas guapas al capó y sacarles unas cuantas fotos?». Los morochos se miraron, y salieron a la caza de dos curvilíneas visitantes de la exposición. No pasaron dos segundos desde que las chicas empezaron a posar a bordo del Justicialista que ya un enjambre humano había rodeado el stand mientras comentaban sobre las audaces líneas de la versión deportiva del auto argentino.

La otra anécdota no es tan glamorosa pero no deja de ser implacablemente ilustrativa. A fines del segundo mandato de Perón, la industria aeronáutica nacional ya había fabricado y probado en vuelo las versiones I y II del cazabombardero Pulqui, lo cual representaba, nada menos, que ser uno de los tres países que habían logrado construir un jet supersónico de combate. Los Estados Unidos tenían el Sabre, los soviéticos alardeaban de contar con el primer MIG, y la Argentina –con el Pulqui– ingresaba a ese selecto grupo. Antes de poder fabricarlo en serie, los fusiladores Pedro Aramburu e Isaac Rojas tomaron el poder por asalto y derrocaron el gobierno constitucional y elegido por el Pueblo. Una de las primeras medidas de ese criminal dúo fue tirar abajo los hangares donde se guardaban los cazas nacionales, destruir la fábrica de aviones, quemar los planos y…encargar a los Estados Unidos que le vendieran al país varias escuadrillas de aviones Sabre. Los yanquis, que son amigos de los dictadores pero antes que eso son tremendos mercachifles, cumplieron con el pedido de los jerarcas bananeros y les mandaron aviones usados en la guerra de Corea, en algunos casos hechos mierda y sin los repuestos necesarios en caso de contingencias.

En ambos casos, millones de personas se burlaron del logro tecnológico que representaban El Justicialista y el Pulqui. Fueron burlas sin alegría, cargadas de resentimiento, desbordantes de un odio que por estos días pareció resucitar en las desaforadas voces de algunos conductores radiales y televisivos, y en charlas de café amargo, frío, negro, como la pintura que alguien alguna vez usó para pintar, en un muro infame, «Viva el cáncer». No se cansan de odiar. Ése no sería el problema: se mueren sin saber el verdadero origen de su odio, y las razones de nuestra felicidad.

Fuente: El Eslabón

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