«Yo los vi»

No es nuevo en la Argentina. Una clase social que logra ponderables beneficios a partir de determinadas políticas, niega el origen político de ese bienestar, carga el arma, y dispara uno o varios tiros sobre sus propias piernas, votando a quien está dispuesto a sacarle todo aquello.

Quienes rompían las vidrieras de los bancos tras el corralito, ¿están dispuestos a votar a quienes les birlaron aquellos ahorros? Los que rogaban por un empleo, ¿van a confiar en quienes generan desempleo para bajar salarios? Parece la historia de alguien que se niega a ver que es probadamente engañado y se enoja con quien se lo revela.

A pocos días del trascendental balotaje que definirá si la Argentina mantiene el rumbo de crecimiento con inclusión social emprendido en mayo de 2003 de la mano de Néstor Kirchner o regresa dramáticamente al ya conocido modelo neoliberal destructor de empleo y de enriquecimiento de unos pocos, vale apelar al recurso de la ficción testimonial para poner en foco a uno y otro país posible.

Testigo en peligro

Como si se tratara del testimonio de alguien que recuerda su personal y cercano encuentro del tercer tipo, el hombre miró fijo a cámara y habló: “Yo los vi”. Y se puso a llorar. La productora mandó a apagar los focos, el camarógrafo salió a fumar un cigarrillo, mientras el hombre seguía sollozando sin parar, con las manos tapando su cara, la cabeza gacha, con su frente casi apoyada en las rodillas.

Afuera, los camioncitos de campaña pasaban regularmente, haciendo sonar sus altavoces, desde donde salían estridentes jingles y voces distorsionadas. Invitaciones a votar. Promesas que iban y venían, que surgían y que se perdían en el aire pesado de noviembre al compás de la marcha de los camioncitos.

Cuando la productora logró que el hombre se calmara, los focos volvieron a encenderse, se activó el micrófono corbatero, y la periodista preguntó:
—¿A quiénes vio, Oscar?

El tipo miró a cámara, pidió perdón por su llanto, se acomodó los anteojos y se despachó a gusto:
«Yo los vi. Para ser justos, los vi y las vi. Hombres y mujeres mayores, rompiendo las vidrieras de los bancos donde tenían depositados los ahorros de toda la vida, pateando las puertas, gritando «¡Ladrones!», recibiendo machetazos de la cana, que cargaba contra esa gente. Yo los vi, claro, y me acuerdo».

—Pero Ud. nos dijo que iba a hacer una denuncia. El hombre volvió a agachar la cabeza, pero sólo por un segundo. Al levantarla y mirar fijo a la entrevistadora, le espetó con tono agrio:
«Sí, vengo a denunciar que también vi, en aquel momento, lo que hacían los taxistas».

Entusiasmada, la periodista asintió con un gesto y lo invitó a seguir:
Oscar entonces siguió: «Estaban en las paradas, a veces una hora o más sin que nadie se subiera a sus taxis. De a cuatro o cinco coches en fila, como muertos. Y cuando venía un pasajero y se subía al primer taxi, los que quedaban se bajaban y empujaban sus autos a mano, hasta avanzar un lugar en la fila. No encendían el motor, no ponían en marcha los taxis, los empujaban, ¿me entiende?».
—Lo entiendo, Oscar, lo entiendo. Pero…¿y la denuncia?

El tipo la miró con gesto de incomprensión. «¿No se da cuenta? No ponían en marcha los coches porque no sabían si con los dos o tres viajes que hacían en ese tiempo les iba a alcanzar para comer y ponerle gas o gasoil. O una cosa o la otra. Y elegían comer, claro».

La entrevistadora miró hacia donde estaba parada la productora, detrás de cámaras. Al percibir el gesto que le indicaba seguir, siguió.
—Está claro, Oscar, que detrás de esos episodios se encuentra la trama de su denuncia. Cuéntenos entonces qué pasó.

—Yo vi también a los pibes del barrio cómo iban dejando de a poco la escuela, cómo se juntaban en la esquina horas sin hacer nada. Los padres sin laburo parados en las puertas de sus casas. Las vi también a muchas de las madres de esos pibes ir y venir de casas donde limpiaban o cocinaban para ganarse unos pocos pesos y comprar pan y fiambre, leche día por medio, para hacer el aguante hasta que llegaba el bolsón que traía algún puntero. Ahí venían los fideos secos y el aceite, la polenta, dos latas de puré de tomate y la harina. Yo los vi, señora, yo los vi.

Nerviosa, la periodista no aguantó más.
—Sí, Oscar, ya lo dijo veinte veces. Los vio. ¿Y? ¿Y la denuncia?
Entonces Oscar tampoco aguantó más. Se paró en seco y miró a cámara, como si la entrevistadora no existiera. Y largó lo suyo:
—Vengo a denunciar que muchos y muchas de esos andan gritando que no los dejan ahorrar en dólares. Que la Yegua no para de usar la cadena nacional. Que van a votar a Macri. ¡Eso vengo a denunciar! ¿Le parece poco, señora?

Al unísono, productora y periodista hicieron señas de ir a un corte. Estaba pasando lo que no tenía que pasar. Pero el corte no llegaba, la lucesita roja de la cámara seguía encendida y el sonido no se interrumpía. Al fin y al cabo, los que manejaban esas variables eran laburantes que también habían visto lo mismo que Oscar. Fueron segundos, porque el director, que también había presenciado el horror que recibió al siglo XXI en la Argentina, se quejaba de lo mismo que la mayoría de los ahorristas, taxistas y gentes sin memoria.

En esos segundos infinitos, Oscar gritó: «¡No pueden ser tan hijos de puta! ¡No pueden ser tan idiotas de pegarse un tiro en las patas!». Y ahí se cortó el sonido. Y ahí la periodista miró a cámara, y en un primerísimo plano, antes de mandar al corte, sacó de la galera una frase de ocasión: «Sueñan las pulgas con comprarse un perro». Es el título de un poema de Eduardo Galeano, cuyo sentido es exactamente opuesto al que ella le dio. Pero a quién le importa el sentido de las palabras en televisión. Se trata de cambiar, cueste lo que cueste, incluso el sentido de la vida.

Fuente: El Eslabón