El psicólogo rosarino Juan Pablo Hudson lanzó su segunda obra en la que refleja sus encuentros con pibes de barrio Ludueña. Se trata del libro Las Partes Vitales.

Apenas terminé de leerlo, me propuse escribir sobre Las partes vitales. Experiencias con jóvenes de las periferias, el recentísimo libro que Juan Pablo Hudson acaba de publicar por Tinta Limón Ediciones (Buenos Aires, 2015), y que toma como punto de partida sus encuentros entre 2009 y 2013 con un conjunto de jóvenes residentes del barrio Ludueña de la ciudad de Rosario. A la mayoría de ellos los conoció por ser participantes de los talleres de capacitación que Juan Pablo y Patricia, su compañera, dieron en una Escuela de Educación Media para Adultos (Eempa); a otros se los fueron presentando sus recorridos por el barrio y su vinculación con integrantes del Bodegón Cultural Casa de Pocho.

Firme en mi decisión de escribir, se insinuó un problema cuando recordé cuán torpe soy reseñando libros, si se entiende por eso el resumen solapístico de sus contenidos. Más aún, sufro la tarea: en parte porque tiendo a pensar sintéticamente (entonces, recuerdo bajo conceptos), en parte porque temo arruinarle las sorpresas al futuro lector. Por eso, lo que sigue no es un resumen sino anotaciones, subrayados e ideas inspiradas en la lectura. Ideas que esperan a otros lectores para ponerse a conversar.

Escribir la multiplicidad

“Escuela”, “barrio”, “Rosario”, “jóvenes”, suenan como nociones sólidas pero lo cierto es que “Las Partes vitales” se encarga de marcar sus crisis, obliga al lector a pensar sus propios estereotipos y lo que ellos vehiculizan como sentidos y acciones. Esas categorías, como en un caleidoscopio compuesto por infinitos elementos, se arman y rearman cada vez; bajo esa condición persistente y frágil, como una delgada capa de hielo que todavía deja caminar, se despliegan las partes vitales, es decir, las conversaciones y escrituras, los descubrimientos, las confesiones, las fantasías, los sufrimientos, los proyectos que nacieron en la encrucijada del encuentro entre los pibes y Juan Pablo.

El barrio estalló en microzonas, la escuela sabe para qué no sirve pero no termina de comprender para qué sirve, Rosario es un rosario de complejidades y los jóvenes son una mezcla de potencias y desahucios, valientes y suicidas, ambiciosos y exhaustos, amantes enojados. “¿Qué hacer con todo eso?” “¿Qué hacer con lo que eso hace conmigo?” parecen ser dos preguntas ético-políticas que vertebran las decisiones de Juan Pablo, que impactan en su modo de estar y en su modo de escribir: hay que abandonar los roles tradicionales de autoridad, la sensación de impotencia pura y dura, los discursos claustrofóbicos o iluminados para construir una figura de adulto-estratega, limitado a disponer algunas condiciones para que algo de la creación pueda ensamblarse. Eso, insisto, se nota en la escritura: en tanto biografía colectiva el libro tiene el valor de devolverle a ciertas vidas un espesor que otros discursos y miradas le niegan. La pluralidad de emociones, las situaciones extremas (del amor al odio, de la amistad a la sospecha), las posiciones de fuerza y las debilidades, son portadoras de un poder humanizante que difumina fronteras sólidas. La vida se convierte en un fenómeno químico más que en una trayectoria clara y definida. Esas ambivalencias, irremediablemente incómodas, pasan a convertirse en un principio de pensamiento, en el punto de partida de cualquier imaginación política.

En tanto biografía de muchos, Las partes vitales es una proliferación de nombres propios: de jóvenes, de adultos, de niños, de ancianos, de madres y padres, de abogados y directivos de escuela, de policías. Tan frondosa es la trama que por momentos no se sabe con certeza quién habla. ¿Es una debilidad narrativa? No me parece. Veo, en cambio, un rasgo estilístico que dota a la historia de una multiplicidad afín a los modos de vida actuales, que asume que toda historia es una red en una red más vasta de historias. Perder de vista ese hormigueo frenético sería como perder de vista el ritmo de nuestras existencias. La confusión nos configura, y darle estatuto de ciudadanía literaria permite escribir otro tipo de historias.

¿Cómo andan los pibes?

Por momentos, el libro duele. Mucho. Duelen los balazos con saña en el cuerpo de Aaron, el secuestro tácito de la tía del Joroba Cichero a manos de la policía, el miedo de Ulises cuando escucha ruidos en el patio mientras se está bañando, la segregación de facto que empuja a los pibes a no salir del barrio y el muro real e imaginario (o, mejor, en la imaginación) que obtura cualquier posibilidad de pensarse en otro lado o haciendo otra cosa que no sea ir y venir por los caminos del consumo, los laburos precarios y el choreo. En otros momentos, el relato es festivo y oxigenante: cuando aparecen las apuestas y las estrategias vitales, algún deseo alcanzado, un miedo suspendido, cuando algo dura y alegra.

De ese magma de asfixias y bocanadas, mi lectura ha sedimentado en algunas impresiones. En primer lugar, que no son pocos los pibes para quienes la gama de valores tradicionales (religión, familia, trabajo fijo) alimenta deseos. Tal vez lo digan calculando que se espera que lo digan (Hudson llama a eso “novela institucional”) o como modo de procesar algo que no han tenido (y que se les recuerda una y otra vez que no han tenido); de un modo u otro, flota en el aire una cierta legitimidad. El dato no es menor porque, contra la idea de un rechazo pleno al trabajo y los disciplinamientos sociales, se percibe un anhelo de los mismos como forma de la estabilización o, mejor dicho, de rescate.

En segundo lugar, aparece el discurso del dinero (no siempre vinculado al trabajo) y el consumo como mecanismos de felicidad. Quizá sin proponérselo, Hudson resalta un par de encuentros (con Ulises y Lisandro) en los que los pibes no buscan dinero a cualquier precio sino que se embarcan en la producción de una experiencia creativa y vocacional a través de la música y la gastronomía. En contraste, otros chicos se piensan sólo como buscadores de moneda. En este sentido, los pibes están lejos de ser las excepcionalidades sociales que un arco amplio y variopinto de discursos políticos y académicos supone que son. En todo caso, procesan condiciones (imperativos) sociales bajo sus propias reglas. Pero si los caminos de la vida nunca son como uno pensaba no deja de ser inquietante interrogarse sobre qué pasaría si la batería de conceptos, estrategias políticas y políticas públicas se desplazara desde la cultura del trabajo (y su tradicional taller de oficios) hacia la cultura de la creación (que no niega la productividad pero la involucra en un juego distinto).

Un tercer elemento clave lo encontré en lo que podría llamarse “la vida secreta de los pibes”, esa vida muchas veces borrada a fuerza de nombrarlos y de hacerlos hablar. En varios pasajes, Hudson retrata no diálogos sino silencios, a los chicos mirando el río, escribiendo en sus habitaciones en lo profundo de las noches, callados, tranquilos. Lejos de las figuras de banda o eufóricas que, nuevamente, circulan en la prensa y en muchas investigaciones, aparecen estas construcciones de intimidad, estas prácticas que no expresan aislamiento o soledad sino un solitarismo reparador. ¿No será, me pregunto, un camino posible para el encuentro, ese de enseñarnos y aprender a estar solos?

En el otro extremo del asunto, Las partes vitales se enfoca también sobre el trato entre los pibes, la frecuencia de los bardos y puteadas. Esa “sociabilidad amigo” me hace pensar en algo que llamaría “umbrales de susceptibilidad”, un punto variable y móvil a partir del cual experimentamos un enunciado o acción como ofensiva o agresiva. El libro me reforzó una idea previa: la presencia de la violencia en los afectos de los pibes no se da necesariamente como destrucción del lazo sino como un componente o propiciador del mismo. Paradojas del bardo. El chiste duro, el comentario hiriente, el golpe, no hay mucho espacio para las viejas formas de la cortesía, pero ¿quién dijo que la cortesía es necesaria para los buenos vínculos? Vean, si no, Funny Games, de Michael Haneke, la película donde la cortesía queda expuesta como la más perfecta de las violencias, una suerte de gandhismo del mal.

Lo familiar como extraña

En tanto residente en Rosario, leer Las Partes vitales, un relato construido en torno a lugares, nombres, problemáticas y situaciones que he vivido o conocido de cerca, me produjo un efecto muy singular. Para otros lectores, el libro tendrá tonos y sentidos que no puedo prever; para mí fue la ocasión de activar un juego entre familiaridades y extrañezas, de insuflar oxígeno en situaciones e historias conocidas. No creo que ese efecto se agote en mí: Las Partes vitales arma una narrativa de la ciudad poco explorada, que me hace pensar que Rosario tiene menos historias que las que merece y que libros como éste abrirán esos caminos, vitalizantes, en los que la ciudad se vuelva no objeto autoerótico, telúrico, sino problema de pensamiento. Y cuando los rosarinos lean a rosarinos escribiendo, problematizando, a Rosario… bueno, ya veremos qué sucederá.

En ese sentido, entramada con las biografías, el libro aporta una mirada sociológica de la ciudad, una escritura poco presente en el debate público. Sin trazar determinismos sencillos sino explorando algunos de los procesos de cambio estructural que ha atravesado Rosario en las últimas décadas (el pasaje del neoliberalismo al neodesarrollismo, el avance del narcotráfico, el incremento de la violencia institucional, la diversificación e intensificación de la violencia letal, el boom inmobiliario, entre otros), Las partes vitales diseña una imagen necesariamente compleja de la vida rosarina De esa forma, avanza sobre una escritura (a la que suele llamarse no-ficción) que se sale de la anécdota y lo testimonial para poner a jugar condiciones y experiencias. No fija, no banaliza, no idealiza, no espectaculariza, más bien fluidifica, muestra las articulaciones y las ambivalencias. Y es justo allí donde nos pone a pensar.

Fuente: El Eslabón.

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