07 Claudia Olla Popular color

Conmovida por los cada vez más reiterados pedidos de comida, una familia de barrio Saladillo pasó de atender a sus vecinos desde el mostrador de su granja a repartir una vianda todos los sábados a la noche.

Desde hace un mes, en la Olla Popular Matías, bautizada así en homenaje a un hijo fallecido en un accidente, Claudia, Sonia y Julio les dan de comer a más de 170 personas todos los sábados a la noche, y el número va en aumento. El día elegido no es fortuito: esa cena es la que está a caballito entre el almuerzo del viernes y el almuerzo del lunes, en los que las familias pueden manguear en los comedores escolares de Saladillo. “Yo también me cagué de hambre, yo también estuve con cuatro hijos sin nada para comer”, explica Claudia en una extensa charla en la que describe cómo convirtió a su almacén y su cocina en un espacio solidario para el barrio.

—¿Cuándo arrancás con todo esto?

—Dieciséis años atrás, diecisiete, cuando fue todo el quilombo, en 1999, 2000. Uno lo hace porque le gusta, porque aprendió lo lindo de ayudar. Yo la pasé con De la Rúa, cuando estaba embarazada de mi hijo de 17 años. Yo también iba a la copa de leche con la Yoli. Empecé con ella, cuando tenía que trabajar por los 150, ¿te acordás? Tenías que trabajar dos horas, y ahí empezamos con la copa de leche y una olla, hasta que se acomodó todo.

—¿En qué época fue que se acomodó todo?

—Cortamos más o menos en 2004, cuando asume Néstor. Nos fuimos acomodando todos y nos olvidamos de todo. Y cuando vino Cristina ya estaba todo más que bien. Mi marido agarraba un trabajo y dejaba otro, elegía de qué trabajar. A los chicos nunca les faltó nada, pudimos arreglar la casa, revocamos, pintamos. ¿Cuándo uno iba a tener un televisor de estos? (señala el Smart TV que cuelga sobre un mueble) ¿Cuándo iban a tener computadoras los chicos? Los más chicos míos son una luz con la computadora (risas).

—¿Por qué una olla popular después de quince años?

—Yo hablo mucho, no sé si se están dando cuenta (risas), yo hablo y también escucho. Viene gente al negocio y yo les hago de psicóloga, porque me cuentan y me cuentan: mi marido se quedó sin trabajo, a mi hermana la echaron, no tengo plata, me aguantás cuatro pesos de pan, cinco pesos, no sé cuándo te lo voy a pagar, porque no tengo, pero vos me podés dar… Y, ¿qué les voy a decir?, ¿que no?, si yo también me cagué de hambre, si yo también estuve con cuatro hijos sin nada para comer.

—¿Cómo empezaron?

—Empezó más o menos después de las fiestas. El 31 ya se notó el cambio. Acá nosotros somos pobres y si tenemos guita la gastamos. Yo me di cuenta en la venta: el otro año para las fiestas se vendía y se vendía. Yo no tengo ganas de festejar, por el fallecimiento de mi hijo, que me cambió mucho. Y siempre a eso de la una cierro el negocio, pero este año no se vendía nada y cerré antes. La gente venía y compraba lo justo y bien temprano: dos gaseosas, dos cervezas y listo. Después, ya en enero, tuve que empezar a abrir menos porque empezó el fiado y me iba a fundir, de vuelta, porque ya me pasó (risas). Y yo no puedo, si me dicen «tengo hambre», me mata, y tengo que darle. Igual seguían viniendo, empezaron también los hombres grandes, que están echados, y empezó la lluvia, un día, dos días, tres días, y vinieron muchos y ya era un desastre. Y un día hice un arroz amarillo acá en mi cocina y digo bueno, cuando empiecen a venir les empiezo a dar. Entonces ahí empezó, cuando venían a pedir les decía: «traé un taper que te voy a dar comida». Les llenaba el taper, les daba pan y listo. Y esa noche me acosté pensando, no podía dormir. Mi marido me miraba, nomás, no me decía nada. Encima esa noche habíamos visto a Navarro y ¡para qué! (risas), vimos todo lo que está pasando. Entonces, al otro día, mi marido vuelve de trabajar y le digo: «Mirá tengo esta idea, ¿qué hacemos?». «Estás loca», me respondió (risas). Pero después de comer le volví a decir y me contestó que le dé para adelante. Justo él cobraba esa semana, así que agarramos 1000 pesos, compré packs de arroz, bolsas de zanahoria, de cebolla, y le conté al chico de la pollería que estaba por hacer una olla y si me podía dar una mano con alita y menudo. Y llegamos a un trato: un sábado me cobra y otro sábado me lo da gratis. En la semana vino Sonia, una amiga del pasillo de acá enfrente, y se prendió a darme una mano. Y ahí empezamos.

—¿Cuánta gente se acerca?

—El primer día hicimos un recuento y anotamos 15 familias. Ahora son 35. Y yo les digo: «Dejen de tener hijos» (risas), porque te piden las porciones y son cuatro, cinco. El cinco me tiene cansada (más risas). Y si sumás los padres son siete, entonces les ponemos también para ellos, y le damos para que lleven a la casa. Porque mi idea es que vayan a la casa y coman todos alrededor de la mesa.

—¿Entonces no comen acá?

—No. Primero, por una falta de espacio; y segundo, porque para mí es lindo compartir la comida con la familia, que la madre saque la comida del táper y le ponga un cucharón en el plato a cada uno, y que se sienten a comer todos y que hablen entre ellos. Porque cuando vos te sentás en la mesa a comer compartís, hablás con tus chicos. Y mi idea es que no se rompa ese lazo, que se siga conservando, porque la familia es la base. Aunque se pierda todo lo demás, hay que conservar esos lazos.

—¿Y qué te dice la gente cuando le dan la comida?

—Están muy agradecidos, porque no tienen para comer en serio. Y te preguntan si te tienen que dejar el documento para poder volver, y yo los reto y les digo: «No hace falta, llevate el táper lleno y volvé a traerlo el próximo sábado que también lo vas a tener». Y a la gente, con ese arroz amarillo, no sabés lo feliz que la hacés. Y se corre la bola y cada vez vienen más.

—¿Cómo es que va creciendo el número?

—Porque hay hambre. Y cada vez más. El año pasado no estábamos así. Yo primero lo noté en el negocio, y ahora lo ves en todos lados. La mayor cagada es que esto repercute en los más chicos, y en los viejos. Nos queda toda una parte grande del barrio para caminar, que sé que también hay hambre ahí, porque pasé y vi gente mal. Estaban paradas, mirando lejos, sin esperanza, yo ya conozco esa mirada.

—¿Qué significa esa mirada?

—Gente que está en la vereda, mirando lejos sin mirar, pensando qué va a hacer, adónde va a ir. Personas que están solas, tiradas en la puerta del rancho. Si vos tenés para comer, para llevarle a tus hijos, si estás bien no estás así, afuera mirando la nada, al lado de un fueguito de tres palitos. Yo te juro que me mata eso, ¿y a quién no?

Quien quiera oir que olla

Por F.T. y M.M.
Las ollas populares, flores salvajes que nacieron en los arrabales allá en la noche oscura de fin de siglo, vuelven a brotar a montones en este nuevo trance neoliberal que vive la Argentina. Una de esas es la que plantó Claudia, almacenera de Saladillo, que se puso al hombro la tarea de aliviar un poco el hambre de los nadies.

Como todos aquellos que guardan en lo profundo de sus ojos a la tristeza, Claudia tiene la risa fácil. Mientras nos ceba mate dulce con una pava eléctrica (acaso un mojón del boom de consumo interno de la última década), alivia un poco escucharla reír a carcajadas mientras habla de viejos desesperados, de madres angustiadas y de chicos con frío en las patas.

Que nadie se confunda: Claudia no adhiere al cinismo de la Revolución de la Alegría que llevan adelante los reptiles del gobierno de Mauricio Macri. Simplemente sabe que para la adversidad no hay mejor remedio que la buena onda. En medio de una crisis descomunal que amenaza con hundirnos a todos en el fango del sálvese quién pueda, la risa de Claudia tiene gusto a pan compartido.

Ella y Julio, su marido, forman parte de la clase laburante que sobrevivió entre ollas populares y trueques cuando nuestro país parecía ir rumbo a la desaparición, y que después de la llegada de Néstor Kichner pudo establecerse y acomodarse un poco. Él trabaja en blanco en una metalúrgica (que dicho sea de paso desde marzo empezó a cortarle las horas extras) y ella atiende un almacén y se encarga de la casa y de los chicos. Cuando notaron que los vecinos que estaban más cerca del borde del precipicio empezaron a caer irremediablemente cuesta abajo, ni lo dudaron: desempolvaron viejas mañas y se pusieron manos a la obra: fundaron la Olla Popular Matías.

Para acercar ayuda

Los que quieran dar una mano con la Olla Popular Matías pueden acercarse con mercadería (tomate triturado, verduras, carnes) a la casa de Claudia (Lamadrid 405 bis) o al local central del Movimiento Evita (Rioja 1065 1° piso). También pueden comunicarse al 4614048 o al 3413680112.

Fuente: El Eslabón

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Un comentario

  1. Alicia

    31/05/2016 en 14:44

    Me hizo llorar y mucho!!!Dios bendiga a la buena gente que tiene poco y da más de lo que tiene, no hay nada mas cristiano que eso.-

    Responder

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