Foto: Inta.gob.ar
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Yo no sé, no. Al comienzo de los 60 llegó, desde Corrientes, Francisco. Había sido criado por una tía abuela –la Zenona– ahí en el Corrientes más bravo, en el medio del campo. Cuentan que en esos pagos, cuando iban a buscar los animales a la mañana, a los 300 metros se tenían que calentar los pies con las bostas recién cagadas por las vacas porque si no perdían los dedos. Esa era la única forma de salvar los pies porque cuando se te enfría y se te moja la alpargata, chau. Y los pibes, la pionada, alpargatas era lo único que tenían.

Francisco llegó a Rosario y a los 3 meses le dijo al hermano que se tenía que volver, porque no aguantaba más. “¿Qué te pasa?”, le preguntó el hermano. “Extraño el caballo, me muero si no lo veo aunque sea un par de horas”. Después se le pasó, y se acomodó en todos los gobiernos. Apenas llegó fue vendedor ambulante en el gobierno de Illia; durante Onganía lo llevaron como ayudante de cocina al colegio San José, que por ese tiempo le daba de comer a pupilos y a una banda de curas, así que en la cocina siempre había laburo.

Después cambió de cuchara y se hizo ducho con la de albañil, era rápido y prolijito. Ahí lo conoció Don Rober, un paisano de aquellos que vendía ropa por los barrios, al fiado. Eso sí, te arrancaba la cabeza con el crédito, pero era la única forma de comprar. Y el tipo, aparte de hacerla vendiendo pilchas de buena calidad, tenía una banda de departamentos. Como 25 tenía, que compraba, alquilaba, vendía. Y Francisco le cayó como anillo al dedo, porque era rápido y prolijito para dejar los departamentos a punto. La puchereó lindo con ese oficio, pero siempre en la changa constante y levantarse a la mañana sabiendo que era lo único que tenía. Nunca estuvo sindicalizado y trabajaba para varios patrones. Nunca le hicieron un sólo aporte y cuando pudo hacer una diferencia y se puso un kiosquito y después una pequeña granja, se fundió. Igual, siguió puchereando y hasta le ganó al alcohol.

Y con el tiempo vino un pibe, al que le pusieron Ramoncito y que cuando creció se fue a Estados Unidos, porque acá no había horizonte.

A todo esto, Francisco vivía en terrenos fiscales, pegadito a las vías de Vera Mujica que cruzaban toda la ciudad, pero en una casita de materiales reciclados que se parecía a una del centro. Al tiempo, Francisco fue a ver a Ramoncito, ya casado, y cuando volvió dijo que no le había gustado. Y eso que había estado en San Francisco. “Estuve todo el día en la puerta y no me saludó nadie, ni un puto vecino”, dijo, haciendo referencia a su estadía en tierras yanquis.

A Francisco, políticamente, lo cautivó Menem, quizás porque era del interior. Era un tipo recontra honesto y estaba convencido de que el laburo y el esfuerzo personal lo habían hecho zafar de todas las desgracias. En los 90 le pegaron duro y el zafó, con un poco de suerte, y en el 2000 se pudo jubilar. Pero hasta último momento no reconoció la década ganada. Era medio testarudo, y seguía con eso de hay que laburar, hay que laburar, hay que laburar.

El otro día –me dice Pedro–, partió Francisco, ese tipo tan querido que era como un tío para mí. Noble y solidario con los vecinos. Cuántos habrá de esos –sigue Pedro–, que siguen votando en contra de los proyectos o compran todo el paquete de la corrupción, de los malos modales, de que no hay que dialogar. Hay un montón de esos en el barrio, con el alma de acero. Francisco no era de Guardia de Hierro, como el pontífice; ni un pistolero, como el otro que es juez, y jodido. A Pedro lo que le da pena es no haber podido convencer a Francisco antes que partiera. Y que aunque el laburo era sustancial para sobrevivir, en los últimos 12 años Francisc vivió bien, tranquilo, con su jubilación. Hacía changuitas, pero se habían terminado los sobresaltos para él. Bueno –me dice Pedro–, habría que buscar a todos los otros Franciscos del barrio que todavía no la vieron pasar y que, lo peor de todo, no ven la que se les viene.

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