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Yo no sé, no. Pedro me cuenta que en la oscuridad obligada, porque se había cortado la luz (y el teléfono también andaba con un problema hasta que después se dio cuenta que se lo habían cortado), lo que le resonaba en la cabeza como un martillero era que se acabe la garrafa. De todos modos alguien le iba a dar una mano.

De noche, en la oscuridad, pareciera que los sonidos son más nítidos, y a lo mejor son los mismos de siempre. Lo que sí no estaba era el martillero de las noticias que en esos días estaban ocurriendo. Es feo vivir en lo oscuro, me dice Pedro, pero cuando pensé en ese martillo que parecía golpearme el melón, me acordé de otro que conocimos cuando llegamos a vivir acá. Con los vecinos del fondo sólo nos separaban dos tiras de alambre y era una frontera viva, como dirían los geógrafos, porque cruzaban los animales de un lado a otro. Gallinas tenía la vecina del fondo. Habían plantado caña india de este lado y ahí Pedro una vez vio un martillo, que era más tirando a una masa, y como pensó que era de Cachino, que laburaba de albañil, lo tiró para el otro lado. Al otro día estaba de este lado el martillo. Y Pedro, que habrá tenido por aquel entonces 6 ó 7 años, lo volvió a tirar. Se lo devolvía al vecino sin preguntarle si era de él, y aparentemente el vecino pensaba lo mismo y lo arrojaba para este lado. El martillo iba y venía y nadie lo tocaba en esa frontera viva, con un alambre apenas puesto con un martillazo solamente para delimitar dónde terminaba el terreno, pero sin mayores pretensiones de dominio.

Se lo acordaba el otro día, Pedro, cuando lo invitaron a un asado, cerca de Uriburu y avenida Las Palmeras donde vive un amigo que está cuidando en una estación de tren abandonada, en donde nunca llegó el tren y ni siquiera llegaron las nuevas vías. Y pensaba cuántos martillazos tenían que haber puesto para que pase el tren. Se preguntaba de dónde vendría, adónde iría, porque no había ni rastros de las vías. Aparentemente nunca pasó por ahí, aunque el andén sigue estando en buen estado. Habrá sido en una época, a lo mejor a mediados de los 50, cuando se empezó a parar la cuestión de los trenes nacionales, con Frondizi. Ahí empezó la debacle del martillero y de los fierros de los trenes, pensaría Pedro. O quizá más adelante, con Menem. Pero nunca nadie se acuerda del tren, ni de las vías.

Volviendo al martillo fronterizo, Pedro pensaba en aquella época y empezó a recordar todos los martillos: los de carpintero, los de los metalúrgicos, de los albañiles, y hasta ese de madera que tenía la vieja para ablandar la carne, porque en aquel tiempo la milanesa era con pulpa común y había que ablandarla. También había uno de madera más chiquito, que parecía inofensivo, pero después se dieron cuenta que era el que usaban en los remates.

En el fútbol a nadie le llamaban “Martillo”, pensaba, ninguno quería que le pusieran ese apodo. Salvo un grandote, que era muy tosco y cabeza dura, pero el apodo no le duró mucho porque se ofendió y no vino más al campito.

El apodo apareció con el boxeo, mucho más adelante. Con el garrotazo. Y tiempo después, Pedro se acuerda cuando políticamente la voluntad popular pegó un mazazo, mucho antes que los pibes dijeran: “Es una masa”.

En aquel tiempo era un mazazo político cuando los gobiernos populares llegaban y hacían lo que habían prometido en la campaña. También se decía cuando los equipos chicos ganaban campeonatos, o simplemente cuando tenían buenos equipos y eran reconocidos hasta por el porteñaje.

También estaba la disciplina del martillo en las olimpíadas, pero a Pedro desde chiquito no le gustaba. Y de pronto, me dice Pedro, volvió la luz. Los pibes le metieron mano a unos cables y parece que reforzaron la poca energía que venía, y empezó el repiqueteo de ese martillo que es la prensa que oculta lo que está sucediendo. Los martillazos que te pegan en los precios y ese martillo al que todos le temen: el que te dice que no tenés más laburo, o simplemente que no hagas más horas extras. Y el martillazo terrible de las tarifas. Algún pícaro la podrá zafar enganchandosé, pero con la garrafa no se puede. Y lo peor es que se siente cada vez menos el martillo de los albañiles, de los metalúrgicos, y el martillo de la milanesa para hacerla crocante. Crocante como la cabeza de los compañeros cuando le rompían el Día de la Bandera.

Y en el futuro que se viene, que está a metros nomás, lo peor es que el martillo chico vuelve a funcionar. Ese que parecía inofensivo, el de los remates, que ya lo están preparando para volver a rematar la Patria. Alguien pensará la Patria como una cosa de patriotismo, pero para Pedro, la Patria es esa frontera viva que tenía con Cachino. Es el golpe en la milanesa de los viejos, el de los martillos de los albañiles, de los metalúrgicos, de los carpinteros. Es ese pequeño martillito que tenés en la cabeza cuando soñás con la justicia social, con que todos tengan acceso a los más elemental. No es una pavada la Patria, y estos la están preparando para volverla a rematar, murmuraba Pedro, que no encontraba el velador por ningún lado.

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