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Yo no sé, no. La vereda era con aroma, desde Entre Ríos hasta San Martín, por la calle San Juan, recuerda Pedro. Olor a café, a pescado –sobre todo de mar–, a chacinado, y olor a almacén se sentía en ese tramo. Y por San Juan vivía en una casa de inquilinato Doña María, una gran cocinera, la madre del padrino de Pedro, que cada vez que pasaba por ahí la iba a visitar con la curiosidad que adelante había un loro que sabía la marcha peronista, pero que de vez en cuando lo escondían para no tener problemas.

Doña María vivía en el fondo, en una pieza de arriba –”altillo”, le decía–, con una escalera de fierro húmeda y resbaladiza. Pero siempre se las arregló para no tropezar nunca, y eso que le gustaba, como a todos los cocineros, el chupeteo.

Otra pieza de arriba que recuerda Pedro, fue cuando conoció adonde laburaba un publicista de Rosario, y le comentó sobre una publicidad que iba a salir de un frigorífico, en la que la escena principal transcurría en una pieza, donde en la oscuridad hablaban, en tono mafioso, de fiambres, de hacer mortadela a tal tipo, y cuando se prendía la luz aparecía el Gordo Porcel comiendo sánguche de mortadela de ese frigorífico. Esa publicidad se había hecho en Buenos Aires pero con guionista rosarino. Y en la escena final parecía que había tanto morfi que la gula iba a reinar para siempre.

Otra pieza que conoció Pedro es la del fondo que hacían los viejos para guardar las herramientas. Tenían pequeños talleres para arreglar la bici, o cosas de albañilería. Los que vivían más para Viedma, la calle principal de aquel entonces, ya tenían sus piecitas arriba; en cambio, más para la periferia, era la piecita del fondo, sobre todo porque nos sobraba terreno.

También en un tiempo planificaron, cuando las piezas quedaron chicas, hacer una piecita arriba para timbiar tranquilo o para guardar la pelota y camisetas del equipo del barrio. Y de la red del arco se hacía responsable, de llevársela y cuidarla para el otro día, el último que jugaba. Además, recuerdo cuando en los cuartitos del fondo o los de arriba, en plena militancia, nos juntábamos a leer algún documento para estar más tranquilos y, si había discusión política, que la familia no se altere. Pedro pensaría, capaz que diez años atrás, que en algunas piecitas como estas se escucharían los mensajes del General o aquellas películas clandestinas.

El otro día, Pedro me dice que en el 126 que va hasta el fondo, un par de cuadras para el sur, vio durante la mañana nuevas edificaciones, y se le vinieron a la mente las piezas de arriba. Veía a los camiones de los corralones llevando materiales. La gente, con lo que le sobraba, con los ladrillos cerámicos que son rendidores, hacía piezas para los pibes, había un montón de piezas arregladas. También se veían parrilleros y salas contiguas a las parrillas.

“Y bueno –me dice Pedro–, ¿viste que hace un par de meses largos que no vemos material en las puertas: arena, escombro, ladrillo, como se veían antes? Ni los camiones de los corralones que mostraban actividad en el barrio. Me parece que esto está frenado”. Y el otro día, para colmo, tuvo una pesadilla en la que veía a toda una ciudad donde ya no había más olores, ni a bifes de las ocho y chirolas del macrocentro: esas veredas que sabía que a esa hora había olorcito a comida… Y ni hablar de esas veredas con olor a pescado, a café, como la antigua San Juan. Y las casas de comida eran casi exclusivas. Mientras que una voz oficial te hacía recordar, con culpa, de que haber comido buenos o medianos quesos, de haber tenido una picadita antes del asado, era todo una fantasía. Y eso desaparecía, la vieja costumbre de comer un asadito los fines de semana, o el bife que te saca del apuro. Y en la pesadilla se presentaba, como en la publicidad aquella del fiambre, una voz de unos CEOs, que siempre le hacen caso al fondo.

En la oscuridad se hablaba de quesos, de picadas, de salames, salamines, y hasta había mortadela. Pero cuando se prendía la luz, con esa cara de piedra que tienen los que manejan actualmente la economía, anunciaban que los fiambres somos nosotros. Y todo esto por salames, aunque había una lucecita de esperanza a pesar de que el gobierno había prohibido esas ollas y esas parrillas, se hacían comandos de resistencia donde se cocinaba en la clandestinidad, porque en algún momento vamos a volver, y no hay que perder la receta –decían los comandos de la resistencia– y esa vieja costumbre de los guisados con carne y las picadas antes de los asados. Y ahí se despertaba Pedro, más tranquilo.

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