Imagen: Newsweek.
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Abrillantados por el sudor que les barniza los rostros y los cuellos enrojecidos bajo el sol severo, zigzagueantes, como momificados Messis entrando al área rival en cámara lenta, muy lenta, partidarios de Donald Trump balbucean consignas nazis que maridan Auschwitz con la omnipresente “fuck”.

Otras consignas, en cambio, intentan responder a una pregunta filosófica: ¿Qué o quién apesta más? “El socialismo apesta”, “Hillary apesta pero no como Mónica” se lee en remeras que se ofrecen a veinte dólares.

“Hay que atrapar y fusilar a Hillary, por traición”, señalan con seriedad los dirigentes que apoyan a Trump. “Hay que colgarla en una plaza pública”, expresan otros, demostrando la riqueza y variedad de matices y propuestas políticas en la autodenominada “democracia más desarrollada del mundo”.

Se habla de calzoncillos sucios. De la fealdad de las esposas de algunos dirigentes. De Hitler. Es clara la centralidad del ano a la hora de metaforizar: el ano como baúl, como placard o hucha. Un ano tan enorme como un imperio domina la campaña, un ano capaz de ser morada de enormes muros divisorios, apoyos políticos y declaraciones, entre otras cosas. El insulto, la mentira, la chicana son herramientas electorales ya naturalizadas y aceptadas durante esta campaña presidencial para las elecciones del 8 de noviembre.

Las convenciones de los partidos republicano y demócrata no pudieron disimular las enormes divisiones internas y ambas rozaron el escándalo. En términos de espectáculo, fueron puestas en escena tragicómicas, con abucheos y denuncias de corrupción incluidas. Los candidatos no convencen ni a sus propios partidos. El sistema de partidos está quebrado, penetrado con violencia por el poder real, y cada vez es más difícil enmascararlo.

No es una grieta. No, ese concepto remite a una ruptura superficial, epidérmica. Es una zanja, una ancha y profunda zanja, como la de Alsina.

Pocos hablan de política en las calles, aunque los medios dediquen buena parte de sus espacios al tema. No es aquí algo usual que se armen espontáneos debates entre ciudadanos y ciudadanas en las plazas, los bares o el transporte público.

Aquí la gente parece más interesada por otras cosas. Si se entra en confianza con alguien, claro, la cuestión de las próximas elecciones puede surgir, pero como algo lejano, ajeno y tedioso.

La cultura estadounidense siempre generó grandes espectáculos. Y, más que eso, se demostró capaz de convertirlo todo en espectáculo. En este país todo puede devenir show.

Esto implica, además, la entronización del simulacro, del decorado, de la puesta en escena como forma de vida. Es una cuestión existencial y cultural, que va más allá del cine.

Todo es espectáculo, y no solo aquí. Desde hace décadas los medios hegemónicos de todo el mundo manejan las noticias como si fueran espectáculo. Y también la política es un show, pensado y diseñado bajo el estólido yugo del marketing.

EEUU tuvo mucho que ver con la difusión, naturalización y aceptación de este paradigma del espectáculo omnipresente, de la realidad como un simulacro para ser visto y admirado, pasivamente, sin participación. Este paradigma hegemónico es imitado en forma fervorosa y simiesca en buena parte del planeta.

La realidad ya pasó de moda

Acaso la cultura estadounidense sea en buena parte responsable, por su innegable poder de penetración, de que en todo el mundo el espectáculo, la puesta en escena y el simulacro, reforzados por las nuevas tecnologías, hayan superado a la vieja y conocida “realidad”, esa cosa que está fuera de las pantallas y a la que cada vez menos gente le da importancia.

Se habla de que ingresamos a una era “post-fáctica”, una época en que los hechos no importan. Por eso los candidatos mienten una y otra vez, y no importa que sean desmentidos por esa vieja antigualla que pulula, renqueante, por fuera de las pantallas, ajena a las aplicaciones, las denominadas “apps”, las puertas sagradas al nuevo espacio habitable.

El problema que por estos días se puede palpar es que esta campaña presidencial es una de las más escandalosas, grotescas y groseras de la historia de EEUU.

Es la más cara de la historia, además. El tema no es menor: los gastos de campaña en este país alguna vez fueron motivos de debate, pero ahora, y salvo excepciones, el tema es tabú.

No es casual que así sea. Desnuda una verdad difícil de digerir: más allá de la retórica democrática, más allá de que se proclame, con fundamentalismo religioso, que EEUU es una nación elegida, un país con el destino manifiesto de regir y dominar al mundo, a causa de una presunta y cacareada “superioridad moral”, la realidad es otra.

EEUU es una plutocracia. El poder es de los ricos, de los millonarios, de los que pueden comprar voluntades. Y de los que pueden pagar una campaña electoral.

Según un reporte de la empresa estadounidense Borell Associates, que se especializa en marketing, publicidad y medios, esta campaña electoral va a costar unos 16.500 millones de dólares. La más cara de la historia.

El número surge de un cálculo tentativo. En verdad, los gastos de campaña son los secretos mejor guardados de las democracias. En el caso de la cifra récord de esta campaña, solo una ínfima parte la aporta el Estado. La enorme mayoría la donan las grandes corporaciones. Con la sola condición de que si el candidato gana, gobierne para ellas.

Se puede pensar que los elementos grotescos de esta campaña se explican por la presencia de Donald Trump como uno de los candidatos en cuestión. Y sí, es cierto que la boca del millonario es una cloaca infinita. El racista y violento Trump propuso levantar un muro en la frontera con México, y un juez de ese origen le sugirió que se lo guardara en el ano. Lo mismo hicieron representantes de la comunidad gay cuando, tras la masacre de Orlando, el homofóbico Trump expresó su apoyo. El trasero de Trump es un gran contenedor, sin dudas.

Pero Trump es sólo el emergente más esperpéntico de una situación que va más allá del personaje, al que se caracteriza por su color naranja, producto de su apego a las camas solares. Una naranja con bigotes de Hitler y raros peinados es una caricatura muy festejada por estos días.

Enfrente de Trump está Hillary Clinton. La comparación con la bestia naranja la favorece, claro, pero para muchos allí se terminan sus virtudes. El pueblo estadounidense, el pueblo que se cree elegido, deberá elegir entre el menor de dos males, como sucede en los países comunes, pequeños, no elegidos por Dios sino por los bananos con ganas de crecer y reproducirse.

Hillary, quemá esas fotos

En la convención republicana se la presentó como una persona comprometida desde muy joven con la lucha por los derechos humanos. Pero Hillary dejó de ser joven y, ya más crecidita, también apoyó otras causas y otros intereses, no tan humanos.

Hillary es la candidata preferida de Wall Street. George Soros le donó 6 millones de dólares. En total, la candidata demócrata embolsó no menos de 15 millones de la patria financiera neoyorquina.

Se la ve muy sonriente en la foto que se sacó con el ex secretario de Estado Henry Kissinger, quien le hizo explícito su apoyo.

Kissinger es premio Nobel de la Paz, y también “el mayor genocida vivo”, según la definición de Noam Chomsky. Los documentos desclasificados en 2004 del Archivo de Seguridad Nacional de EEUU demuestran en forma irrefutable que Kissinger instó a los militares argentinos a terminar con la “guerra sucia” cuanto antes.

En otra foto se ve a Hillary con un gesto de pacato horror. Es la famosa imagen de mayo de 2011, en la sala de situación de la Casa Blanca, cuando la plana mayor del gobierno de este país vio en vivo, como un espectáculo, el asesinato de Osama Bin Laden.

Hillary, por entonces secretaria de Estado de Obama, se muestra turbada, pero no se sabe si es por el homicidio que está viendo en vivo o porque se le terminó el pochoclo.

El pochoclo, compañero inseparable de la industria del espectáculo.

Fuente: El Eslabón

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