El proyecto de consagrar a un descendientes de Túpac Amaru intentaba unir al continente acosado por las tropas de las coronas europeas.

Como pocas veces ocurrió entre los historiadores de estos territorios, desde las diversas posiciones, tanto liberales y revisionistas, coincidieron por una vez al analizar un suceso de nuestro pasado. Casi todos concordaron en calificar como ridícula e inocentemente peligrosa la propuesta que el 6 de julio de 1816, Manuel Belgrano elevara a los diputados de Tucumán: la proclamación de una monarquía inca.

A pesar de que el mismo Congreso aprobó la iniciativa el 31 de julio, la idea fue tratada como un disparate, un descuelgue de Don Manuel, quien recién llegaba de Europa tras un viaje para estudiar el consenso en aquella capitales sobre la independencia de las Provincias Unidas del América del Sur.

Pero, se debe recordar algunos antecedentes que le dan profundidad a la iniciativa, ya que en la celebración del primer aniversario de la gesta de mayo, en 1811 el Juanjo Castelli homenajeó a los antiguos incas y convocó a los originarios a vencer a los españoles, en el mismísimo Tiahuanaco, centro de la cultura preincaica, a 15 kilómetros del célebre Titicaca.

Ese mismo Castelli ya había expropiado y repartido tierras a los antiguos pobladores y publicó el decreto en español, pero también en guaraní, quechua y aimara. En varios sucesos aparecen señales de cercanías a aquella ancestral cultura: tanto en el himno, proclamas, en la misma bandera y hasta en el nombre que toma un grupo revolucionario: Logia Lautaro, en memoria del antiguo rebelde. Otros también invocaban a milenarios guerreros como Atahualpa, Siripo y Caupolicán, entre otros.

“Patriotismo sin sentido práctico”

Para el diseñador de la historia argentina, Bartolomé Buitre Mitre, era escandaloso el  pensarse inclinadito ante “un monarca en ojotas”, como advertía. Decía que ese proyecto tenía “más inocencia que penetración política y con tanto patriotismo como falta de sentido práctico”.

Advertía que la propuesta era “fantasmagórica, respecto a la unidad territorial que representaba en teoría, hacía más vagas sus fronteras, al intentar fundir un vasto imperio sudamericano en el hecho de designar al Cuzco como capital”.

Pero lo que más le molestaba al cronista de los intereses de la oligarquía porteña, es que ese  “rey de patas sucias” podía destrozar el poder centralizado en el puerto porteño y establecer una unidad latinoamericana que afectara a los intereses británicos, siempre propensos a balcanizar, dividir y debilitar al territorio para que crecieran pequeñas republiquetas de fácil dominación y comercialización.

En aquel declarado “Fin de la anarquía, comienzo del orden”, lanzado por los conservadores congresales de Tucumán, que a alguien se le ocurriera restituir el poder a los pueblos originarios, desplazados por los blancos de sus legítimos y ancestrales derechos, parece muy alocado.

Historiadores como Paul Groussac, Ricardo Levenne y Vicente Fidel López, pero también revisionistas como Ibarguren, Irazusta, Palacio, y el racista Gustavo Martínez Zuviría, destripaban la iniciativa. Desde otras visiones, tanto el trotskista Milcíades Peña, como el revisionista nacionalista José María Pepe Rosa, advertían desde sus enfoques, que lo que no aceptaban los intelectuales colonizaditos era poder concebir una mirada distinta a la probritánica o proespañola. Aunque sí veía con agrado la idea los gentíos desplazados, explotados, junto a los que estaban Belgrano, Castelli, Güemes y Artigas.

Los miserables y europerizantes domesticados, como Tomás Manuel de Anchorena y Bernardino Rivadavia, lo tildaba de monárquico, mientras apoyaba coronar al príncipe De Luca o quien fuera, si pertenecía a la graciosa familia real de España.

El proyecto cobrizo cayó cuando los diputados porteños impusieron el traslado del Congreso a Buenos Aires. Anchorena resalta que “no le molesta la idea de la monarquía constitucional, pero sí en cambio que se pusiese la mira en un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono de un monarca”.

Hijos de la gran rebelión

Un descendiente de los incas, José Gabriel Condorcanqui, tomó en 1780 en el actual Perú, el nombre del último emperador de los Incas: Túpac Amaru y encabezó la rebelión cobriza contra el poder español.

Tras duras batallas con sus numerosas y desequipadas tropas, “el 18 de mayo de 1781 el Inca José Gabriel Condorcanqui, conocido como Túpac Amaru, fue ejecutado y descuartizado en la plaza en Cuzco, Perú, por orden de las autoridades hispanas por rebelarse e intentar recobrar la independencia del Perú. En su lucha obtuvo el apoyo de indígenas y criollos tanto en el Virreinato del Perú como en el del Río de la Plata. Logró convulsionar a doce provincias del primero y a ocho del segundo, pero la rebelión fue finalmente sofocada”, indica la crónica de los asesinos.

En tanto, en la región aymara, Julián Apaza, con el nombre de Túpac Katari, lideró a unas 40 mil lanzas que sitiaron a La Paz durante meses y articuló su pelea por la liberación con los hermanos Katari del Norte de Potosí y Túpac Amaru del Perú, juntando a los pueblos del Tawantinsuyo.Yo moriré pero volveré y seré millones!” desgarraba en una profecía Katari.

Por eso, cuando en 1816 se buscaba un monarca inca para el sur americano, Belgrano pensó en Juan Bautista (Condorcanqui Monjarrás) Túpac Amaru, quinto nieto del último inca y hermano del José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru.

Juan Bautista escapó del asesinato de su familia porque supuestamente lo confundieron con un preso tomado durante la blanca represión. Pasó encarcelado unos 40 años en Ceuta (África colonial española), hasta que por intermedio de un sacerdote llega a Buenos Aires en 1822. Pero no habría posibilidad ya de coronación, muere en 1827 y enterrado sin identificación en la Recoleta.

Otro de los candidatos a la corona fue Dionisio Inca Yupanqui. Nacido en Cuzco, pero educado en España, adquirió renombre militar. Como en el caso de San Martín, sus ideales eran de avanzada para la época.

Fue coronel de un regimiento de Dragones españoles y llegó a ser diputado en las Cortes de Cádiz en 1812. Es recordada una de sus expresiones democráticas: “Un pueblo que oprime a otro pueblo no puede ser libre”. Pero ambos candidatos no eran gratos al poder centralista, y quedaron casi perdidos en la historia.

Reencuentro andino

Hace poco en un viaje al norte, en 2011, un profesor de historia y guía tulcaneño, decía: “Los amautas resguardaron nuestro pasado, cuando la zona del sur de la actual Bolivia, Jujuy, Salta y el norte de Tucumán, era parte del Kollasuyo, provincia sureña del Tawantinsuyo, del antiguo imperio inca».

El estudioso Oscar Flores, llamado por todos “Túpac”, remarca que se empezaron a juntar los restos esparcidos de Túpac Amaru. “Al reasumir Evo, las comunidades le entregaron los atributos incas, también lo hicieron con sus pares Hugo Chávez (Venezuela) y Rafael Correa (Ecuador). Los pueblos deben enfrentar un cambio”.

“Los años de la conquista llegan a su final», advierte. Ese cambio implica “la reconstrucción de una identidad, pero esa recuperación está relacionada con la recuperación de las tierras que habitaron los originarios de la región”.

El proyecto parece latente en la silenciosa Humahuaca no tan quebrada. «Para recuperar la identidad cultural es necesaria la tierra, madre y organizadora de nuestro sistema social en comunidades. Respetamos la propiedad privada occidental, pero reclamamos las tierras que habitábamos», remarca Flores.

Y sostiene: “el fenómeno generado en Bolivia al asumir un presidente aymará (Evo Morales) tiene que ver con una concepción filosófica en el mundo andino, con el reencuentro de los restos de Túpac Amaru”.

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