El presidente de EEUU no representa ninguna anomalía. La gran farsa de la democracia yanqui, en realidad una plutocracia bajo control militar-corporativo, fue siendo minada por el neoliberalismo, que le dio todo el poder a las empresas. Lo que vemos hoy es el resultado de ese proceso.

El neoliberalismo, incompatible con la democracia, aun con las formas más falsas, vacías y formales de democracia, va corroyendo este sistema desde dentro hasta convertirlo en un fantasma, una sombra, una cáscara, o mejor: un engaño. El proceso es veloz, y muy agresivo: todo el poder lo concentran las corporaciones, y queda cada vez menos poder depositado en la voluntad popular, como lo demuestra el surgimiento de los ministros CEOs, entre otros síntomas.

En este proceso, que se da en Estados Unidos desde hace décadas, participaron tanto republicanos como demócratas. Y Hillary Clinton se convirtió en un verdadero símbolo de la relación obscena de la dirigencia y las corporaciones. Hillary es una lobista de las más grandes corporaciones mal disfrazada de dirigente política.

Hillary es una gran recaudadora que recibió miles de millones de dólares (para su campaña y para su fundación) de la gran banca de Wall Street, la industria farmacéutica, la armamentística, el complejo militar-industrial y de vigilancia interna, y la industria petrolera, entre muchos otros generosos aportantes. Hace décadas que viene trabajando para ellos, y es muy bien remunerada por sus servicios.

El Clintonismo (como se denomina en EEUU a la banda formada por el matrimonio Clinton y su multimillonaria fundación) es un monumento a la corrupción y a la dependencia de los lobbies, que llegaron a apoderarse totalmente de la política, hasta convertirla en una farsa repulsiva para las mayorías. Para explicar a Trump resulta esclarecedor posar la mirada sobre este contexto, antes que recurrir al psicoanálisis individual o de masas, o a comparaciones forzadas con situaciones históricas remotas.

Trump no cayó del cielo

Trump surge en este contexto, no cayó del cielo. El capitalismo arrastra el cadáver de la democracia y muestra su rostro más autoritario, xenófobo, racista y misógino.  Qué mejor que Trump para encabezar este proceso. Un bravucón sin culpas, un fanfarrón, en vez de una cínica disfrazada de corderito.

El pueblo estadounidense eligió el peor de dos males. Fue un típico voto castigo y auto-castigo. Pero no hay ninguna anomalía ni fenómeno paranormal. Sólo una etapa más del capitalismo, que siempre cambia y se reconfigura para seguir en el poder.

El brote de racismo y xenofobia que destilan las primeras medidas del presidente Trump acaso no se hubiera producido de haber triunfado la candidata demócrata, Hillary Clinton. Asimismo, es de suponer que tampoco se hubieran firmado decretos contra las organizaciones que militan a favor de la legalización del aborto y los derechos de las mujeres, que son blancos preferidos del misógino y abusador magnate.

El muro en la frontera con México ya existe, pero cubre solo un tercio de la extensión fronteriza. Trump va a completarlo y reforzarlo. Pero más allá de eso, el nuevo mandatario convirtió esa medida en un símbolo de su agresiva xenofobia, su lucha contra los migrantes y refugiados y de su intención de agredir y humillar a América latina.

Aquí reside la principal diferencia de Trump con lo anterior: lo simbólico, lo cultural, lo discursivo, que no es poco y tiene un impacto directo sobre las realidades más tangibles y cotidianas de la vida de la gente.

Sin embargo, durante la administración de Barack Obama se batió récords en la deportación de inmigrantes sin papeles. Obama fue el mandatario que más gente expulsó en los últimos treinta años, superando a Ronald Reagan, George Bush padre, Bill Clinton y George Bush hijo.

Según datos publicados por el Departamento de Seguridad Nacional (DHS), entre 2009 y 2015, el número de deportados fue de 2.571.860. Y durante 2016 la cifra superó los 200 mil. Pero los demócratas lo hicieron calladitos, sin jactarse ni alardear de racistas, sino todo lo contrario, con una máscara progresista.

Es imaginable que Hillary Clinton, de haber resultado electa presidenta, tampoco hubiese firmado el decreto que prohíbe el ingreso a Estados Unidos de pasajeros de siete países musulmanes: Irán, Irak, Libia, Somalia, Sudán, Siria o Yemen.

Pero hay que recordar que la misma Hillary, como secretaria de Estado de Obama, encabezó una de las políticas imperiales más agresivas y genocidas contra esos mismos países, con cientos de miles de muertos como resultado, y con muchas víctimas entre la población civil. Es tristemente célebre cómo Hillary se rió en televisión del linchamiento público de Muamar el Gadafi en Libia, por sólo tomar el ejemplo más repulsivo.

Hillary también apoyó y apoya el cambio de régimen en Siria y las diarias masacres en Irak. Y, además, como todos los mandatarios y dirigentes políticos del establishment, Hillary es bancada económicamente por Arabia Saudita.

Después de Israel, Arabia Saudita es el país más mimado por EEUU en Medio Oriente. Según vienen denunciando la Organización de las Naciones Unidas y organismos de derechos humanos de todo el mundo, Arabia Saudita es feroz tiranía que sojuzga brutalmente al pueblo, aplica la pena de muerte por decapitación con espada, aniquila a los opositores y se ensaña especialmente con las mujeres. El feminismo de Hillary en este punto, algo distraído, mira para otro lado, más precisamente para el lado de los petrodólares.

El problema es que Arabia Saudita, además, banca con sus dólares el terrorismo yihadista de los presuntos archienemigos de EEUU, como por ejemplo Al Qaida. La participación y apoyo de Arabia Saudita a los ataques del 11 de septiembre del 2001 está fuera de toda discusión. Pero el establishment estadounidense, incluidos Obama y Hillary, miran para otro lado y estrechan lazos con los saudíes y sus petrodólares. Y jamás los tildan de antidemocráticos, ni se preocupan por los derechos humanos en Arabia Saudita.

De hecho, el caso de Yemen es paradigmático en cuanto a la continuidad de las políticas imperiales. La brutal invasión de Arabia Saudita y EEUU a Yemen produce masacres de civiles todos los días. Poco dicen los grandes medios hegemónicos al servicio de los poderes fácticos del genocidio que se está llevando adelante en ese país y que fue apoyado por el premio Nobel de la Paz y ex presidente Obama, y continuado por Trump.

De hecho una masacre en Yemen fue el debut de Trump como jefe imperial bombardeador y asesino de civiles en países extranjeros. Fue un operativo de tierra y aire que tuvo como blanco una escuela en la provincia de Bayda, centro de Yemen. Asesinaron a nueve civiles, entre mujeres y niños, y 14 milicianos de Al Qaida.

Trump celebró en un comunicado la operación. “En un ataque exitoso contra el cuartel general de Al Qaida en la Península Arábiga (AQAP), las valientes fuerzas estadounidenses fueron determinantes en el matar a un número estimado de 14 miembros de AQAP y apoderarse de importantes informaciones de inteligencia que ayudarán a EEUU a prevenir actos de terrorismo contra ciudadanos y personas en todo el mundo”, sostuvo el mandatario.

Trump es la cara más horrible, más sincera del Imperio. Fanfarronea con las atrocidades que el Imperio comete, dentro y fuera de sus fronteras. Se jacta de su brutalidad. Y claro, en muchos aspectos será peor, más agresivo, más brutal, más autoritario, xenófobo, homofóbico y misógino que las administraciones demócratas. Pero comparamos dos males, dos horrores, dos formas de dominación imperial. Ninguna anomalía.

Orwell, el cinismo, la hipocresía y la ignorancia

La novela de George Orwell (1903-1950) 1984, una clásica ficción distópica sobre los regímenes autoritarios y totalitarios de los años 40 está haciendo furor en EEUU desde la asunción de Donald Trump. La novela presenta un mundo en el que el poder domina y manipula la mente de las masas y controla la verdad a través de la propaganda y la represión, con el cercano contexto del nazismo y el estalinismo, al que el autor claramente alude.

Lo extraño es que recién ahora tantos estadounidenses hayan encontrado similitudes entre su país y lo que describió Orwell. Como si la manipulación de masas, la mentira sistemática, el espionaje y la hipervigilancia hubiesen surgido en EEUU con Trump.

Por el contrario, esas formas autoritarias y anti-democráticas son tan viejas como la supuesta “democracia” estadounidense, y se incrementaron en forma exponencial a partir del 11 de septiembre de 2001.

Pero siempre estuvieron presentes en esa sociedad y no pocos estadounidenses, más informados, menos hipócritas, por ejemplo Noam Chomsky, por tomar un ejemplo notable, saben que viven en una sociedad dominada por la mentira y la propaganda oficial. No necesitan de 1984.

Mejor leer Wikileaks, que habla de hechos más recientes y palpables en la sociedad estadounidense. O revisar los documentos desclasificados de la CIA y el FBI. La novela de Orwell parece un cuentito naif, una inocentada, si la comparamos con lo que estas agencias reconocen haber hecho en EEUU y el mundo.

Mejor hacer algo de memoria y recordar, por ejemplo, los años del macartismo, brutal persecución que no ocurrió ni en la Alemania nazi ni en la URSS. Se debe recordar también el caso Watergate y, sobre todo, la gran mentira sobre las armas de destrucción masiva que supuestamente poseía Irak, y que se esgrimió para justificar la invasión. Esta falacia, ya reconocida por quienes urdieron el engaño, costó la vida de más de un millón de personas.

La hipocresía, el cinismo y la ignorancia no tienen límites. Un portavoz de la editorial Signet Classics, que publica actualmente 1984, señaló que desde la toma de posesión de Trump, “las ventas se habían incrementado un 10 mil por ciento”. La novela de Orwell llegó al puesto número uno en la lista de best sellers de la librería on line de Amazon, con más de 5 mil comentarios. Para muchos estadounidenses, mejor sumergirse en una ficción distópica, y proyectarla sobre el esperpéntico y autoritario Trump, que mirar a su alrededor y preguntarse si correr a comprar la novela de Orwell no forma parte de una estrategia de manipulación y dominación del Gran Hermano.

Fuente: El Eslabón

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