Foto: Manuel Costa.
Foto: Manuel Costa.

Todo se había dado para que ese sea el partido más importante de mi vida. El día más importante de mi vida. Fueron años y años esperando ese momento. Esos momentos. Todo se había dado junto, en un solo partido. Y en la final, nada menos.

En la semana previa fui convocado por primera vez desde que arrancó el campeonato. Eso ya era un logro. Al 4 suplente le había agarrado una gripe galopante. Estaba ante la gran chance de aparecer en la foto ante un posible título y de que los diarios tengan el registro de mi nombre en el equipo campeón. Nada iba a borrar ese recorte de papel del suplemento deportivo al que ya le había buscado un lugar en la pared de mi pieza.

Después vino lo mejor, ya en el partido. La cancha explotaba, y por ser la final, todos (incluidos nosotros, los suplentes) nos sacamos la foto con la hinchada de fondo. En esos tablones estaba toda mi familia, con mi viejo, claro. Él, que tantos viajes se comió desde que empecé en las juveniles, ilusionado por verme aunque sea unos minutos en cancha. Nunca me lo dijo ni me lo dio a entender, pero yo sabía que lo entristecía mi ausencia en el rectángulo de juego. Y por eso –entendiendo que en Primera era lógico que tenga menos chances aún– el sólo hecho de estar dentro de los convocados, nada menos que en la final, le sacó una sonrisa.

El trámite del juego estaba trabadísimo. Ni el Negro Jairo, nuestro delantero y mejor jugador del campeonato –que además volvía justo para esa fecha– podía vulnerar la férrea defensa de ellos. Agarrones, protestas, tiros libres intrascendentes y hasta alguna que otra pifia, resumían el partido.

La emoción llegó en el final. Justo cuando el árbitro levantó su mano indicando que adicionaba cuatro minutos más, se lesiona nuestro lateral derecho. El corazón no me latió tan fuerte en el momento que el técnico me comunicó que era mi turno, como dos minutos más tarde, cuando el bruto del 9 de ellos me fajó en el área y dieron penal.

Agarré la pelota, porque la falta me la hicieron a mí. Esa era una regla interna que se cumplía siempre. No podía creer estar pasando ese momento. Estar a un minuto de la gloria. Ni la oposición de mis compañeros a que yo patee el penal, ni los gritos desaforados del entrenador por la misma causa, me iban a hacer soltar ese balón, que abracé tan fuerte como lo iba a hacer con mi viejo antes de dar la vuelta.

Ya la estaba acomodando. La besé y retrocedí, con la frente en alto, para disimular los nervios. En eso veo la figura de mi viejo que se movía, porque –seguramente– quería ver el gol de cerca. Ahí me empezó a correr la primera lágrima, de emoción. Comencé a recordar su triste aspecto cuando no me ponían, y todo lo que sufría por dentro. Lo vuelvo a mirar y ya estaba colgado del alambrado detrás del arco, y gritando aún más desaforado que nuestro técnico: “¡Pelotudo, dejá que le pegue el Negro Jairo!”.

El Negro la puso al ángulo y fuimos campeones.

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