Los estadounidenses eligieron entre dos males. Optaron, sin ganas, entre dos candidatos mentirosos, corruptos, pocos confiables e incapaces. Y le dieron el triunfo al peor de los dos males ofrecidos tras la campaña más cara y bochornosa de la historia de ese país, que algunos siguen considerando, por motivos insondables, “la democracia más desarrollada del mundo”, y “la primera democracia del mundo”.

El resultado fue sorprendente. Las encuestas, y las apuestas, fallaron, como lo vienen haciendo últimamente en todas las latitudes. Y el más sorprendido de todos fue un tal Donald Trump, que empezó a sospechar que algo extraordinario había ocurrido cuando, a partir de las 3 de la mañana del miércoles (hora de Nueva York) la gente comenzaba a dirigirse a él utilizando la expresión “presidente electo de EEUU”. El magnate llamó a su peluquero, le ordenó que preparara el spray fijador de felinos capilares, y salió a la cancha, desorientado.

Es que Trump, que compitió por el Partido Republicano, muy a pesar de ese partido, venció a la candidata del partido Demócrata, Hillary Clinton, que tampoco logró convencer a su propio partido, y menos a los votantes. Ni siquiera logró convencer a los que dudaban hasta último momento y cavilaban sobre la posibilidad de votarla para evitar el triunfo de Trump, el candidato color naranja tocado por un dorado flequillo en cascada.

El voto de los latinos, las mujeres y los afroestadounidenses (algunos de los grupos más insultados por Trump) no alcanzó. La participación de votantes blancos del interior de EEUU, en especial en zonas rurales (las regiones más conservadoras), sí le alcanzó a Trump. Y hubo latinos y afroestadounidenses que votaron por el magnate de flequillo dorado.

Según señalan los analistas, la participación de latinos y afroestadounidenses se mantuvo en la media histórica. No así el voto de los sectores más reaccionarios, racistas y conservadores, que en esta elección aumentó su nivel de participación.

Pero la explicación del voto a favor de Trump no se agota con señalar el apoyo de esta porción del electorado. Es más complejo, e incluyó un voto bronca contra las decepcionantes administraciones demócratas y, en particular, contra los gobiernos de Barack Obama.

El voto a Trump fue un voto castigo. Una salida por derecha contra las corporaciones, el neoliberalismo, y el establishment más tradicional. Una salida por derecha anti-sistema, anti-libre comercio, incluso anti-neoliberal. El problema de esa “salida” es que no existe. Es una falsa opción. Una promesa de campaña. Una mentira. No se sale de la derecha por derecha. No: ese camino conduce, en todo caso, a la ultraderecha. Como en Europa. El rótulo “populismo de derecha” acaso pueda utilizarse para pensar este fenómeno. El voto castigo, en muchos casos, es además un voto autocastigo.

Trump encontró un electorado ávido de escuchar mentiras que alimentaran sus prejuicios y sus necesidades. Un electorado sediento de mentiras y bravuconadas que mitigaran, aunque fuese por un rato, sus desesperaciones y decepciones con un sistema político corrupto y elitista y una democracia que es una puesta en escena cada vez más farsesca.

Es un fenómeno mundial. Ante la crisis de representación y el vacío de sentido de las democracias lastradas por los poderes fácticos, el discurso antipolítico resulta potable y hasta verosímil para ciertas porciones de la población.

Por eso ganó la anti-política más odiosamente anti-política. Los antecedentes son escasos o nulos. Un magnate que nunca antes ocupó un cargo político será presidente de EEUU.

Parece consolidarse como tendencia mundial en esta época dominada por el capitalismo financiero, que tan mal marida con una verdadera democracia.

Los empresarios, especialmente los que denigran la política y se jactan de no pertenecer a esa actividad, siguen desplazando a los políticos para ocupar cargos que antes solían ocupar políticos de carrera. Trump es un magnate inmobiliario que trabajó codo a codo con la mafia. Es una estrella de un reality show televisivo que ponía en escena las formas más crueles de hiperexplotación y vejación de trabajadores. Y es además, quien firmó como presunto autor de best sellers de autoayuda sobre cómo hacerse ricos. El extraño razonamiento, vigente en estas pampas, que reza “si es un empresario exitoso y puede manejar tantas empresas puede manejar un país”, lo llevó a la presidencia.

Los poderes fácticos se aprovechan del hartazgo de los votantes, tantas veces decepcionados por los dirigentes, y utilizan un viejo truquillo: hablan de “cambio” sin aclarar de qué cambio se trata.

Los decepcionados, los desesperados y los indignados muerden el anzuelo y votan por el “cambio” sin considerar que existe el cambio para peor, el cambio aparente y el falso cambio, entre otras calamidades.

Se impuso el candidato de discurso racista, xenófobo, misógino y discriminador. Se impuso un explotador que se jacta de estafar y no pagar impuestos, que alardea de violar mujeres y hace imitaciones burlonas contra discapacitados.

Pero aquí no termina el horror. Porque Trump se impuso a una candidata del más rancio establishment imperial. Se impuso al cinismo de Hillary y toda esa falsa progresía que no logró engañar a nadie, ni siquiera a los que temían un triunfo de Trump.

Hillary y su esposo se enriquecieron y acumularon millones a través de una fundación trucha que no puede justificar sus ingresos. Corrupción alevosa e impune en “la primera democracia del mundo”, en “el país serio donde la Justicia funciona”.

Hillary representa en forma cabal, prolija, previsible, a los poderes fácticos del imperio: el poder financiero (Wall Street le aportó millones), el complejo militar-industrial, y el complejo de la vigilancia interna y la lucha contra el terrorismo. Hillary representa la continuidad, lo conocido, lo manejable.

Trump, en cambio, para la mirada de los poderes fácticos, no asegura una continuidad tranquila, segura, previsible. Por eso preferían a Hillary. Mejor una vieja representante de las corporaciones y la patria financiera que un millonario ególatra y algo desequilibrado.

Pero tampoco es tan grave. Trump ganó el gobierno de EEUU, pero el poder está donde siempre estuvo y eso no está en juego, y menos en peligro. Los poderes fácticos tendrán que marcarle la cancha. Ya lo están haciendo. Más allá de sus bravuconadas de campaña. Más allá de su egolatría patológica, cuando se ponga el traje de presidente y se convierta en empleado de los poderes fácticos, tendrá que hacer los deberes, como todos los mandatarios. Para eso se los elige.

Desde una mirada regional, latinoamericana y argentina, puede afirmarse que, para los intereses de la región, las diferencias entre Trump y Clinton son mínimas o nulas. Seguramente, aunque en realidad, el triunfo de Trump es, en muchos aspectos, no en todos, el triunfo de lo impredecible.

El lugar del imperio en el mundo, sus intereses geopolíticos y estratégicos son políticas de Estado intocables. Esto no va a cambiar, obvio. Los intereses comerciales de las grandes corporaciones, tampoco. Es posible decir que, en estas cuestiones puntuales, ambos candidatos representan lo mismo: el capitalismo salvaje y el imperio estadounidense. Y ahí se terminaría un análisis que posee la virtud de la sencillez.

Pero quizás el análisis anterior pierda algún matiz. Y quizás valga la pena aventurarse a explorar esos posibles matices, más allá de las obvias continuidades y las inamovibles políticas de Estado que definen al Imperio.

No alcanzaron las campañas en contra de Trump, con pocos precedentes en las historia de EEUU. Ni fue suficiente la prédica de la mayoría de los medios de comunicación, grandes, medianos, pequeños, contra el candidato del dorado flequillo en cascada.

Trump no bajó de un platillo volador. Es un genuino producto de la sociedad estadounidense que ahora, con cierta hipocresía, se horroriza. “Cómo pudo pasarnos esto”, dicen los que crearon a este Frankenstein que ahora, desatado, mete miedo. Y entonces ponen los pies en polvorosa y quieren irse a Canadá. Horas después de confirmado el triunfo de flequillo de oro, la página de Migraciones de la Embajada de Canadá colapsó. La frase más buscada en Google fue “Cómo emigrar a Canadá”. Parece que los yanquis se quieren ir al “gran país del norte”. Si los canadienses se contagian de las propuestas de Trump, quizás construyan un muro contra los sudacas yanquis.

La ciencia ficción se anticipó varias décadas a lo que sucedió esta semana en EEUU. Un ególatra es presidente de la mayor potencia nuclear del planeta. Tiene los códigos nucleares. La continuidad de la civilización humana está en manos de un tipo desequilibrado, digamos. Igual de imperialista, capitalista, invasor y asesino que todos los presidentes estadounidense habidos y por haber, pero más boquiflojo y fanfarrón que la mayoría.

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Fuente: El Eslabón

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