Entre una y otra marcha por la seguridad pública en Rosario, ambas multitudinarias, se logró que las cámaras de videovigilancia puedan utilizarse para cobrar multas de tránsito, que el municipio utilice recursos públicos con menos controles administrativos a través de la declaración de emergencia, que el corralón municipal incremente su parque de motos flojas de papeles y que Nación y provincia exacerben el ya atizado ánimo ciudadano mediante peleas políticas por el control de las fuerzas de seguridad en el territorio, lo cual no es un asunto menor. No parece mucho avance, a juzgar por la masividad de la movilización del último jueves y por el grado de irritabilidad de algunos de sus participantes. Uno de los riesgos que enfrenta Rosario, cuya sociedad o al menos una parte importante de ella está atemorizada, consiste en procurar salidas mágicas a un problema complejo y caer en manos de quienes ofrecen soluciones simples y fallidas como la “mano dura” y el adelgazamiento de derechos, de fácil digestión para comunidades con miedo que reducen su capacidad crítica.

MR Emergencia

La presión social sobre la dirigencia política con responsabilidades de gobierno y legislativas induce, con frecuencia, a prescribir analgésicos para dolencias graves en materia de seguridad. Así se aprueban leyes y ordenanzas a granel y con apuro, que no siempre constituyen partes de un plan integral para afrontar el problema sino respuestas aisladas –y en ocasiones hasta contradictorias- para enfriar el ánimo de la opinión pública.

La habilitación del Concejo al municipio para que pueda emitir infracciones de tránsito a través de videocámaras es un ejemplo de ello: una medida que probablemente termine irritando a los mismos que hoy legítimamente presionan al Estado en busca de “soluciones”, cuando adviertan que parte de la respuesta es una multa por exceso de velocidad.

Los límites de las declaraciones de emergencia en seguridad también son conocidos. Contra el deseo del gobierno de Antonio Bonfatti, la Legislatura santafesina aprobó en 2012 la emergencia en la materia. Las marchas de los últimos quince días en Rosario son una inobjetable prueba de que la flexibilización de cuestiones administrativas –en definitiva de eso se trata la declaración de emergencia- no parecen ofrecer los resultados buscados.

A fines de agosto, el diario Uno de Santa Fe publicó una nota sobre la compra directa de 96 motos para la policía a una concesionaria rosarina sin el proceso de licitación, motivada en la “emergencia”. Sin embargo, descubrió que el pedido había sido realizado por el Departamento de Logística (D-4) de la Policía en 2015, lo cual relativiza la urgencia de la compra evitando procedimientos de control administrativo.

En mayo pasado, la misma D-4 fue noticia. El ministro de Seguridad, Maximiliano Pullaro, denunció a esa área policial por la presentación de facturas y su correspondiente pago de reparaciones inexistentes a vehículos policiales.

A los tiros

En las dos semanas que pasaron de la primera marcha denominada “Rosario Sangra”, la atención se puso en la disputa entre Nación y provincia acerca del arribo a Santa Fe de fuerzas federales, como parte de un plan conjunto de seguridad.

En Rosario hay 800 gendarmes y superan los tres mil en toda la provincia. No fue el número de efectivos lo que produjo rispideces entre las administraciones de Cambiemos y del Frente Progresista, sino la intención de la Casa Rosada de intervenir de hecho a la policía local.

Según reveló el gobernador Miguel Lifschitz el último viernes durante una rueda de prensa, el lunes anterior había acordado en forma personal con la ministra de Seguridad nacional, Patricia Bullrich, los términos del convenio entre Nación y provincia. Sin embargo, dijo que “el miércoles por la tarde, de manera sorpresiva, el texto fue corregido y sin previo aviso”.

¿Qué pasó? “Le agregaron un artículo, incluso de redacción burda, que claramente es inconstitucional en algunos aspectos, por lo cual lo objetamos y sugerimos su enmienda”, explicó Lifschitz.

Si bien no se filtró su redacción, el artículo en cuestión suponía que el gobierno nacional controlara de hecho a la fuerza de seguridad santafesina. Algo reñido con la ley y las autonomías provinciales establecidas en la Constitución. Bullrich interpretó, entonces, que el gobierno del Frente Progresista “no quiere depurar la policía” provincial, parte central del problema de la seguridad en Santa Fe, aunque no el único.

Lifschitz respondió que Bullrich quiere “hacer circo” porque “es impulsiva” y “mediática”. Lo hizo durante una conferencia de prensa en la que empleó un tono de voz desconocido en público. Exacerbado, denunció también que hay “servicios de inteligencia” y mafias “operando en Santa Fe” con un fin “desestabilizador”. Apuntó a un usuario de Twitter que, dijo, lo amenazó, y señaló que es una persona vinculada a la farándula que realizó 120 viajes al exterior en los últimos meses. No brindó más detalles. Pero los servicios de inteligencia dependen del Gobierno nacional.

La idea expuesta en los últimos meses tanto por Lifschitz como por la intendenta Mónica Fein, acerca de las dificultades para articular políticas durante las gestiones del kirchnerismo, cuyos ministros no los recibían, abre un interrogante acerca de cómo se sienten ahora los dirigentes socialistas con el autodenominado dialoguista Cambiemos.

Las cruces con Bullrich por la recaptura en Santa Fe de los evadidos acusados por el triple crimen de General Rodríguez al inicio de la gestión (con papelón mediante), pasando por los dichos del presidente Mauricio Macri acerca de que Lifschitz no está dispuesto a trabajar en equipo y los nuevos cortocircuitos con la titular de Seguridad no permiten alentar enormes esperanzas.

Inseguridades

Una reflexión sobre el tratamiento que los medios de comunicación brindan al tema de la seguridad pública, perezosamente llamado “inseguridad”, sigue siendo una deuda. No se trata de no informar, sino del modo en que se hace y las consecuencias que eso posee sobre la población en ciudades grandes como Rosario, cuyos habitantes se informan mayormente a través de los medios y redes sociales.

La consolidación de los prejuicios sociales ya existentes, la instalación de nuevos y la ausencia –o escasez– de una mirada integral y profunda sobre la cuestión de la seguridad pública, que obliga a abordar la complejidad del asunto y evitar clichés y lugares comunes, es un involuntario aporte periodístico al problema.

En un libro titulado “Policías y Ladrones”, el abogado, docente y especialista en temas penales y vinculados a la seguridad, Alberto Binder, señala lo que no podemos escuchar, aturdidos por el miedo agigantado a través de la prensa. Existe, dice Binder, una dimensión del asunto denominada “inseguridad objetiva”. Se trata de “la cantidad de hechos de violencia, robos, secuestros, etcétera, que se producen en un espacio determinado y el número y calidad de respuestas institucionales a esos hechos (sin ser investigados, castigados, permitidos o incluso alentados)”.

Otra dimensión, sigue el especialista, es la de “la seguridad subjetiva o sensación de inseguridad”. Agrega que “consiste en el temor, la incertidumbre, el miedo al otro o el sentimiento de fragilidad que producen tanto los hechos reales como otros múltiples factores difíciles de mensurar”.

Para Binder, “todo problema de seguridad se conforma con las dos dimensiones y ambas existen realmente”, por lo que sostiene que toda política pública al respecto “debe lidiar siempre con ambos aspectos de la cuestión y ésa es una de sus mayores dificultades”.

En el mismo texto, el abogado hace referencia a las consecuencias posibles de sociedades ganadas por el miedo, cuadro aplicable a la situación actual de Rosario. Tan humano como irracional, el temor de la comunidad también forma parte del diagnóstico público a la hora de diseñar políticas de seguridad.

“Un ciudadano con miedo es mucho más manipulable y mucho menos crítico”, dice Binder. “Además, está dispuesto a transferir más poder que un ciudadano que vive seguro y no está atemorizado”.Para el especialista, “gracias al miedo las relaciones propias de la democracia se pervierten y adquieren las formas del sistema feudal: es decir, la relación que establece el dirigente con el ciudadano se basa en el miedo y la protección que aquél promete darle”.

No parece ser, al menos por ahora, la situación de Santa Fe. Importa, sí, un riesgo a futuro. Porque en contextos de temor generalizado y con un enemigo socialmente definido –varones jóvenes de zonas marginadas sin estudio ni trabajo- las chances de lo que Binder llama “la hora de los magos” crecen como soja resistente del Round Up.

“El dolor, la desesperación, el miedo: esos sentimientos son el mejor escenario para los demagogos y mentirosos que proclaman la solución mágica de la mano dura”, sostiene. Y se pregunta si ese endurecimiento, falsamente efectivo, va a ser aplicado por la misma policía y jueces que la sociedad atemorizada responsabiliza por los mismos males que quiere atacar. En estos días comenzaron a florecer algunos magos. Hasta ahora no se los ha tenido en cuenta, pero su prédica es tentadora para los desesperados.

El orden absoluto

En expresiones vertidas durante las marchas por la seguridad pública y en redes sociales aparece la idea de un posible “orden absoluto”. Se expresa en señalamientos del tipo que no haya más crímenes ni delitos. Y, en ocasiones, se asocia falsamente a un presunto estado idílico que alguna vez existió. El orden puro o absoluto, en el que todos cumplimos nuestros deberes sin apartarnos de las normas, es una fantasía que juega contra las posibilidades ciertas de reducir los niveles de delitos y construir comunidades vivibles en ciudades complejas como Rosario, con casi un millón y medio de habitantes contemplando su área metropolitana y con una marcada desigualdad social e intereses diversos. “Sonar con un ordenamiento absoluto es parte del problema; es, de hecho, una de las principales causas del malestar cotidiano, de la ansiedad por obtener soluciones inmediatas y del rechazo a toda construcción fructífera”, dice el especialista Alberto Binder.

Fuente: El Eslabón

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